Nunca se olvida el arte de tejer mundos en las estrellas,
de tener la luna dentro de la cabeza...
y en mi cabecita siempre hay luna llena...

miércoles, 17 de noviembre de 2010

TUMBA DE HIELO


Leí la noticia de que una señora había conseguido salvar a un excursionista gracias a una webcam...

El escalofrío que siente al pasar frente a la nevera de los yogures, en el supermercado, le hace echar de menos el hielo. Le vienen a la mente las imágenes de la playa, donde se confundían el blanco de la tierra con el del agua y el del cielo. Añora el frío intenso que azotaba su cara cuando paseaba cubierta con un abrigo demasiado grande que había sido de su padre.
Conduce hasta casa sumida en los recuerdos. Desearía estar en el sendero helado, caminar por el acantilado, quedarse mirando el horizonte hasta que el sol se haya puesto. Cuando llega, deja las bolsas de la compra sobre la mesa de la cocina. Se sienta en el taburete viejo, su preferido a pesar de tener el asiento roto, el único que resiste de todos los muebles que compró al instalarse aquí. Está frente a la ventana, que abierta deja pasar las últimas luces. Busca en el bolso el paquete de tabaco, enciende un cigarrillo y lo consume despacio, sin quitar la vista de los juegos que las nubes tienen con los colores del atardecer. Hace casi una eternidad desde que se marchó, vino a parar al borde de un mar que no es el suyo. Allí también estará anocheciendo. Quizás algún intrépido se haya aventurado con su cámara en busca de una buena imagen. Muchos se acercan hasta el borde de las rocas, arriesgándose a una tumba de hielo.
Recoge la compra. Abre una botella de vino. Sale fuera a sentarse junto al agua. El olor a sal, el humo del cigarrillo y la bruma del alcohol le ayudan a soñar. Entorna los ojos para ver mejor. El intrépido fotógrafo estará ahora aparcando su coche en la explanada, junto al edificio del viejo ferrocarril para protegerlo del viento. Tendrá que ir caminando hasta la playa, cargado con su pequeña mochila donde llevará la cámara y los objetivos. Es un trayecto largo, difícil, sembrado de resbaladizas trampas, pero él está en forma: no tiene miedo. Tampoco tiene mucho tiempo antes de que anochezca por completo. Conforme se acerque quedará atrapado por la belleza del cielo que lo hará sentirse pequeño. Orgulloso de las imágenes que estará consiguiendo atrapar, poco a poco se alejará, en dirección a las rocas. ¿Se atreverá a aventurarse en una ascensión? Seguro que sí. No puede perderse la visión del abismo. Seguro que es lo más cerca que estará nunca de ser un pequeño dios. No sabe que en estas fechas siempre nieva por las noches. Cuando llegue arriba comenzarán a caer los copos, despacio al principio, haciendo más hermoso aún si cabe el atardecer que pretende inmortalizar. No podrá renunciar a una última foto, una foto que le costará preparar más que cualquiera de las anteriores. El encuadre, la apertura del diafragma, la distancia focal… El equilibrio perfecto. Porque la foto ha de ser perfecta.
Eso será fatal, ya que entonces comenzará la tormenta: tendrá que luchar con el cruel temporal; cada vez menos luz; cada vez más frío. No conseguirá encontrar el camino de vuelta entre la nieve. Aterido caerá al suelo. Intentará arrastrarse en busca de un refugio. A punto de perder la consciencia recordará la pequeña linterna que lleva en la mochila. En un último intento desesperado la encenderá y dirigirá la luz hacia la playa con la esperanza de que alguien pueda verla.
Ha anochecido por completo. Apura la copa de vino de un trago, como queriendo exorcizar la imagen que acaba de crear. Mira la superficie negra del agua. Le gustaría saber qué esconde. Lo que esconde su mar sí que lo sabe. La añoranza casi duele físicamente después de haber soñado con él, así que decide no acostarse antes de verlo. Entra en casa, coge otro cigarrillo y va en busca de su ordenador. Lo enciende. Teclea el enlace con la cámara web que hay sobre el edificio del ferrocarril. Allí está. Allí está su playa. Tan blanca que casi no parece de noche. Está nevando con fuerza. Con los codos apoyados en la mesa se sujeta la cara y deja pasear sus ojos y su nostalgia por la imagen. Deja que las lágrimas resbalen tranquilas.
Entonces lo ve. Se frota los ojos incrédula. No puede ser. Seguro que es culpa de su atolondrada cabeza que se deja llevar por la imaginación de nuevo. ¡Otra vez! Se levanta nerviosa de la silla. Camina a pasos rápidos de un lado a otro de la habitación. Es imposible. O puede que no. Vuelve a sentarse, esta vez completamente rígida, con la mirada fija en un punto de la pantalla. Al verlo por tercera vez sale corriendo en busca del teléfono. Allí sobre al acantilado alguien está haciendo señales con una linterna.

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