Nunca se olvida el arte de tejer mundos en las estrellas,
de tener la luna dentro de la cabeza...
y en mi cabecita siempre hay luna llena...

lunes, 28 de marzo de 2011

JITANJÁFORA 10: BORIS VIAN

Domingo, 27 de MARZO de 2011
El DÉCIMO programa. 
BORIS VIAN



Lo mejor es que lo escuchéis. Si no conocéis a Boris Vian, seguro que os entran ganas de hacerlo. El programa lo hemos amenizado también con su música. Nada en él era mediocre. Escritor, músico de jazz, ingeniero, ... El hombre que vivió mil vidas en tan solo treinta y nueve años.



En nuestro apartado de recomendaciones de libros, continué con los audios robados en el Salón del Cómic de Zaragoza. En esta ocasión Carol de "Tonterías del Rock", nos recomendó, "Un rock & roll en el Ártico" de Mikael Niemi. 



CUENTO
(Música de fondo La mer de Debussy )


La chica pájaro

El sendero que discurría paralelo al río estaba casi por completo cubierto de caracoles. Había llovido durante toda la noche, y ahora se arrastraban en desorden exponiéndose a terminar en una cazuela. Hasta los patos habían subido a verlos. No tardaría mucho en aparecer la gorda del hotel, armada con un número infinito de bolsas (todo lo que pasara de catorce le parecía infinito). Decidió que no le apetecía contemplar el espectáculo de verla agacharse con cara de lujuria. Mucho menos ser espectador de como mostraría, al hacerlo, sus bien alimentadas piernas. Hizo una ligera mueca de asco, porque visualizó, sin pretenderlo, las enormes bragas de algodón blanco que no conseguiría esconder la falda llena de lamparones. Se alejó de allí.

No quería encontrarse con la gorda ni con nadie. Las garzas, más serias que los caracoles, seguían congregadas bajo el puente, en la misma posición que el día anterior. Las saludó al pasar, pero no le contestaron. Sin embargo, los sauces movieron las hojas, alegres de verlo, cuando pasó junto a ellos. Y eso que los interrumpió, (esperaba que no fuera nada importante), en pleno susurrar con los robles. Cuando creyó que ya no había riesgo de tener que socializar, se sentó en un banco. Poco le importaba que estuviera mojado. Quizás le saliera un dedo más con la humedad; un hombre nunca tiene suficientes dedos. Consiguió encontrar un cigarrillo en la escombrera de su sombrero, lo encendió, y se puso a mirar la otra orilla mientras fumaba. Cuando pasara el tiempo necesario para que hubiese algún cambio, iría por allí de nuevo. Ahora todo era tan familiar que se le volvía transparente. Hasta faltaban los reflejos en el agua, incluido el suyo. Los peces ya no le sonreían, sino que lo miraban aburridos. Eso pasaba.

No se le hizo raro ver a la chica pájaro. Bajó casi sin rozar el suelo hasta el agua, en un planeo ligero, pero sin dejarse llevar del todo por la corriente de aire. No volaba mal. Se remangó la falda de colores hasta la cintura, caminó hacia el centro del río y cogió un pez con la mano. Será su desayuno, pensó. Siempre la miraba más y mejor que a cualquiera por culpa de esas ropas de papagayo. No es que le tuviera miedo a la gente, como decían por ahí; lo que pasaba es que todos le parecían estúpidos porque no sabían hablar bien. Sospechaba que la chica pájaro igual sí sabía hablar. No tenía nada que hacer en todo el día, así que pensó en seguirla. Le vendría bien llenar el vacío con algo, aunque fuera un rato de la vida de esa chica. Lo mismo podría tener quince que treinta que cincuenta, pero la llamaba chica. Cuando no volaba, (y no solía volar mucho, más bien se limitaba a levitar sobre el suelo mientras se desplazaba),caminaba con saltitos de picaraza, impulsada por el aletear de colibrí de su melena hecha de plumas de cuervo, así que era fácil no perderla de vista. Se dio cuenta enseguida de que se dirigía al hotel. No le apetecía nada volver por el mismo camino, pero la curiosidad ya se le había agarrado a las piernas y lo llevaba en volandas tras ella. Habría preferido dar un rodeo y así de paso quizás capturar algún libro de los que picoteaban en la calle siete.

El sendero seguía cubierto de caracoles pese a los esfuerzos de la gorda. Culo blanco, pensó. Se quedó petrificado en el sitio cuando la chica pájaro se puso en cuclillas a su lado, le plantó un beso en la mejilla y le cambió el pez por un caracol. Estuvo inmóvil un buen rato, sin poder regresar al modo humano, porque no conseguía procesar que alguien pudiera darle un beso a la gorda y sonreír al mismo tiempo. Poco a poco lo consiguió, aunque le había quedado una esquirla torcida en el gesto. No le gustaba petrificarse, porque luego se quedaba helado. Aún tiritaba cuando salió del parque y cruzó la avenida en dirección a la calle del hotel.

Se sentó dentro de la cafetería, al fondo. La chica se había quedado en la terraza, al sol, rodeada de sus cosas. Siempre iba cargada. Se estaba tomando una taza de chocolate con violines. Él, menos original, se pidió un agua esmaltada con tropezones. El hijo de la gorda estaba todavía dormido, lo cual no le impedía ronronear como un idiota. Casi le tira el agua por encima, pero, aún así, le pagó con uno de sus mejores maullidos. Debió de ser un buen maullido, porque ella miró hacia donde estaba y le dedicó una sonrisa que casi le prende fuego. Tuvo que resoplar trece veces. La chica tenía la mesa llena de sobres. En uno metió una pluma de color turquesa con un poco de tierra blanca. En otro un pétalo de margarita enrollado en un cable pelado. En otro una servilleta del bar con un beso de carmín violeta donde escribió algo. En otro un jirón de nube con una concha para que le diera conversación. Y así hasta el infinito, porque fueron más de catorce veces catorce. Cuando hubo terminado de cerrar todos los sobres, se puso a escribir en la parte de atrás de una hoja de propaganda, que se metió después en el bolsillo. Escribió mucho rato. Cada poco hacia paradas para mirar hacia arriba, o hacia abajo, mientras se daba golpecitos con el lápiz en la barbilla. Su maullido al pagar fue gracioso, de sabor rosa pero de color picardía, con un puntito de acidez irónica en el resto.

Pasó toda la mañana dejando los sobres en los lugares más insospechados: entre libros en la biblioteca, en bolsillos de chaquetas ajenas, medio escondidos en los paraguas de unos grandes almacenes (donde por cierto se dedicó a cambiar los precios de sitio), enganchados en las esquinas de espejos de lavabos públicos, cogidos con pinzas en setos de parques, encima de contenedores de basura, en cestas de la compra en los supermercados, bajo ramas o piedras en bordes de caminos, sujetos con alambres en vallas de jardines, e incluso de adorno en las botas de una zapatería. Se quedaba algunas veces un rato, en modo de revoloteo indiferente, un poco alejada, para ver quien cogía el sobre. Llevaba una libreta cosida en la manga donde escribía sin prisa después de cada hallazgo.

A medio día, se dio cuenta de que ella sabía que la seguía. Le dio vergüenza, pero la curiosidad aún lo llevaba en volandas. Otra sonrisa incendiaria. Una tercera y no podría resistir la tentación de hablarle, aunque algo le decía que no iba a pasar tal cosa. Después de comer, tumbada boca abajo sobre el agua de una fuente, sin llegar a tocarla, escribió un poco más en el reverso de la hoja de propaganda. La volvió a meter en el bolsillo y en un discreto vuelo se plantó al otro lado de la calle en el tiempo que cuesta un parpadeo. Le gustaba verla volar; las ropas le flotaban y podía ver el destello de su piel blanca en los descuidos de los pliegues. Esta vez se dirigió a la estación de tren. No sabía en qué momento ni donde la habría cogido, pero ahora llevaba una maleta de cartón forrada de fotos en blanco y negro. La dejó en un rincón de las taquillas, subió a un tren para sembrar los guardaequipajes con sobres, y bajó antes de que arrancara. Se quedó a esperar suspendida a media altura. Un viejo abrió la maleta. Pareció que la felicidad lo secuestraba. Luego se fue a sentar frente a la vía, sin dejar de mirar hacia las taquillas. La había visto llenar los sobres, pero esa maleta lo intrigaba. ¿Qué habría metido en ella? La chica pájaro se fue tras anotar lo que fuera en la mangolibreta. Ya la volvería a seguir otro día. Cuando el viejo se marchó, después de un rato que le pareció catorce veces catorce veces catorce, abrió la maleta. También a él lo secuestró la felicidad. Y no estaba acostumbrado. Cuando se recuperó, se fue hacia casa. Miró despreocupado el buzón en un acto reflejo. Dentro había una red verde con caracoles y una hoja de propaganda escrita por el reverso. Empezó a leer mientras subía las escaleras: “¿Así que me llamas la chica pájaro?. Me gusta. “


Nos despedimos escuchando "Satin Doll" de Duke Ellington. Y también ¡HAY RETO! ¡Os espero en la próxima jitanjáfora!
¡¡Besiños!!
APOLONIA