Nunca se olvida el arte de tejer mundos en las estrellas,
de tener la luna dentro de la cabeza...
y en mi cabecita siempre hay luna llena...

sábado, 27 de noviembre de 2010

JITANJÁFORA 2: Juegos de palabras

Domingo, 7 de Noviembre de 2012
El segundo programa. 
Menos nervios, pero todavía se nota la inexperiencia, en la voz, en las muletillas. Los "vale" reiterativos que digo sin darme cuenta...

Pero no quedó del todo mal, ¿qué opináis?



Un pequeño juego de palabras:


Ilustración de Álvaro Reja
INCLEMENTE

Vicioso enredas mi pelo entre lilas y naranjas, anudando trenzas imposibles.

Implacable azotas ásperamente mi rostro, cruel e inconmovible ante las lágrimas de mis enrojecidos ojos.

Entrometido hurgas glacialmente bajo mi falda, escuchas tras mi camisa y hueles mi aliento.

Nómadas verdes trastocas en ocres, y quiebras las ramas que no las almas.

Traidor, que haces tartamudear mis ganas ante tu gélida severidad,

obstinado en privarme de mi nocturno paseo.

 


Y el cuentecillo que leí, a continuación.
Cuento de final abierto y precipitado que pienso ampliar y convertir en un relato de más enjundia siguiendo los consejos y críticas recibidos hasta el momento.
Mis agradecimientos a XCar, a Oscar Sipán y a Esteban por sus aportaciones.
Y a Nacho, que siempre sabe como hacer que todo sea mucho más fácil cuando estoy en antena sorprendida de como suena mi voz, porque no me reconozco.


La bicicleta y los rayos

Pablo no sabe cómo va a decirle a su madre que le ha vuelto a alcanzar un rayo. El
primero le perforó los tímpanos, le quemó la espalda, le arrancó los empastes. Fue el
más fuerte de los cinco. Los otros cuatro han sido cada vez menos intensos. Quizás su
cuerpo se acostumbra un poco más a ellos con cada uno que le cae. Este apenas lo ha
notado. Ha sentido, mientras caía al suelo, como si su columna vertebral fuese un hierro
candente que entraba en agua, pero nada más. La que ha sufrido ha sido la bici, que está
echando humo, toda chamuscada. Si no fuera por eso no tendría ni que contarlo, pues
nadie se daría cuenta. Su madre se la compró después de caerle el tercero, que al
contrario que el de hoy, le hizo sentir frío, como si lo atravesara un trozo de hielo. Si la
tormenta le pillaba fuera de casa, las pocas veces que lo dejaban salir ahora, podía
volver pedaleando lo antes posible. Aún así, era como si lo persiguieran. Para su
desgracia no siempre conseguía ser el más rápido. Ahora sin la bici, seguro que no
consigue pisar la calle más que para ir al colegio o comprar sardinas rancias para el
almuerzo del abuelo. Se acabaron las excursiones a los acantilados del faro abandonado.
Tendrá que encargarle a alguien que se ocupe de cambiar los esparadrapos que
mantienen aún entera la gigantesca bombilla, lo que será difícil, porque a nadie le
importa una bombilla fundida, por grande que sea. De los que sostienen los ventanales
ya se ocupan los de octavo: les interesa que no se cuele demasiado el aire, porque sino
las chicas no querrán subir.

Su hermano mayor dice que le ha caído una maldición, pero Pablo sabe que lo que pasa
es que Dios, o el cielo, o alguien importante, se ha enfadado con él por tocarle las tetas a
la Mariola. Le daba envidia que el abuelo lo hiciera cuando le daba la gana desde que se
dio el golpe en la cabeza al caerse del sofá. Aquel día lo tenía que cuidar él, pero se
despistó porque empezó a oír voces en la calle. Casi todo el pueblo bajaba deprisa hacia
la rambla. Se llamaban unos a otros, con la excitación dibujada en las caras. Había
aparecido un globo aerostático que anunciaba detergente sobre la playa; eso no se veía
todos los días. Así que subió corriendo al piso de arriba, a la terraza, para intentar verlo.
El abuelo, que todavía tenía buen oído pero ya mal entender, quería saber lo que pasaba.
Al no obtener ninguna respuesta tras preguntar tres veces, decidió levantarse el solo.
Como lo hizo demasiado rápido, se mareó, dándose un tremendo coscorrón al caerse. El
médico dijo que no había sido nada, un golpe sin importancia. Sin embargo, desde
entonces, teta que veía, teta que quería tocar. Sobre todo si eran las de La Mariola. Con
lo tranquilo que había sido, siempre correcto, siempre educado.

Mientras desayunaban en la cocina, Pablo la miraba trastear con las cosas sobre la mesa.
Hasta que traían al abuelo jugaba a imaginar que lo que había dentro de aquel escote
eran enormes tazones de leche. Por eso siempre llegaba el primero todas las mañanas.
Por eso los bizcochos se le deshacían demasiado deprisa. Sus hermanos no tardaban
mucho más: también a ellos les gustaba ver el bamboleo mal contenido del trajín de
aquellas dos sobre los cacharros. Cuando ella se agachaba al lado del viejo con la
bandeja de las tostadas, él se las agarraba metiéndole la mano dentro de la camisa a
medio abrochar. Su madre miraba para otro lado mientras arrugaba la frente.
Santiguándose decía: “Dios mío ¿qué voy a hacer con este hombre?”. “No se apure
señora, que a mí las tetas se me quedan en el mismo sitio. Además que el señor Pablo se
queda contento para todo el día”, le contestaba La Mariola riéndose a carcajada limpia.
Un día, en el pasillo de abajo, habiendo comprobado antes que su madre estaba en las
habitaciones de arriba, le preguntó: “¿también se te quedarían en el mismo sitio si en
vez del abuelo te las toco yo?”. “Prueba”, le contestó socarrona. Así que se las tocó. Se
le quedaron en el mismo sitio, pero a él se le descolocaron los cuadros del pasillo.

Esa misma tarde, cuando estaba ocupado con el esparadrapo en el mantenimiento de la
bombilla gigante, el cielo se empezó a poner negro. El aire se colaba por las grietas mal
tapadas del cristal de los ventanales, revolviendo todo lo que había dentro del faro.
Corrió todo lo deprisa que pudo hacia casa, pero la tormenta llegó rápido y su primer
rayo le cayó encima sin darle una sola oportunidad. Le costó tres días recuperarse lo
suficiente para volver a ir al acantilado. Hacía un día buenísimo, de sol, de brisa
fresquita, de cielo despejado. Todavía no había terminado de subir la empinada escalera
del faro cuando escuchó el primer trueno. Dio media vuelta enseguida, pero terminó
oliendo a pelo quemado en el ribazo de un campo. Su madre se pasó la noche con el
rosario en la mano, llorando con un disgusto enorme, ahogándole a besos al mismo
tiempo que le daba gracias a Dios por haber protegido a su Pablito. Sólo pasó una
semana antes de que le cayera el tercero. Por eso aparte de prohibirle volver a acercarse
a las rocas, le habían puesto sobre dos ruedas. Pero él no tenía miedo. Se siguió
escapando siempre que podía a pesar de tener que salir huyendo cada vez. El cuarto no
le habría pillado si no se le hubiese cruzado aquel coche en el camino. Pero de este,
como llegó a casa sin marcas visibles antes de que notaran su ausencia, nadie se enteró.
Hoy ha aprovechado el caos creado por un cazo de agua hirviendo, derramado por el
suelo, para poder escabullirse. Ha salido mientras las mujeres se chillaban, echándose la
culpa la una a la otra, pasando por delante de ellas sin que se dieran cuenta.

De pie delante de su calcinada bici Pablo se imagina la cara de su madre cuando le
cuente que se ha quedado sin ella porque le ha alcanzado otro rayo. Sabrá
inmediatamente que ha vuelto a ir al faro, así que a los gritos por el susto habrá que
sumarles los de la regañina por haber desobedecido. Ojalá el abuelo no estuviera tan
viejo. Seguro que hace unos años habría sabido como arreglarla.

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