Dedicado a mis abuelos.
El viejo se levanta despacio de la cama con los ojos sonrientes. Siente, por primera vez desde hace mucho tiempo, el corazón caliente. El último aliento del sueño le ha dicho: “creo que podría quererte siempre”, quedándose con él, e incluso acompañándolo durante su ritual despertar. El sol apenas asoma entre los dos picos que la ventana enmarca. Al mirar por ella, el cielo se parece tanto a una fruta madura que le nacen ganas de salir fuera a atrapar la brisa. Abre la puerta, con los ojos en el horizonte, con la mano sobre la frente para que la luz no le haga achicarlos. Aún quedan días de frío, pero ya las primeras flores han comenzado a salir.
Mientras acompaña el ascenso del sol, con la taza de té en la mano y la mirada vagabunda, empieza a cobrar fuerza la idea de que tiene que ir a verla. Sencillamente porque quiere verla. Le llevará unas margaritas, que son las flores que más le gustan.
Se entretiene un buen rato en buscar las más grandes, las más bonitas. Cuando los riñones le recuerdan que ya no está para andar agachado entre las hierbas tanto tiempo, se sienta en la silla del porche a descansar con las flores cosechadas en la mano. Piensa que podrían estropearse por el camino, así que ocupa el tiempo que le cuesta recuperarse en protegerlas con unos papeles atados con pitas. Ya no puede ver el sol, pero sabe que está alto. Espera a que empiece a descender para comenzar a caminar ladera abajo, alejándose de la cabaña. Deja la puerta abierta, como siempre: alguien podría necesitar refugio esta noche.
Su caminar es lento, tranquilo. No así sus recuerdos. Se atropellan, se entremezclan, forman jirones de bruma que tratan de ocultar las cosas que decidió olvidar, aunque sin mucho éxito. Sin embargo, ya no le duelen como antes. No tiene prisa. Hay tiempo suficiente para ponerlos en orden. “¿Cuánto tiempo hace?”, piensa. Da lo mismo. Ella sigue teniendo los mismos ojos, la misma mirada intensa.
Igual que aquella noche.
No ha de hacer esfuerzos por ese recuerdo, pues todavía lo mira como queriendo arrancarle el alma mientras le regala la suya, cada vez. Por eso no puede evitar acercarse a buscar su calor todo lo a menudo que le permiten las obligaciones y la salud. A pesar de los años.
Aquella noche la tiene grabada a fuego. Aún es capaz de oler la chamusquina en el aire, verse entre los campos de maíz, sentir el miedo helar su sangre con cada disparo, con cada grito en el que reconoció su nombre. “¡No pares! ¡No te caigas!”, se decía a sí mismo. Corría como alma que lleva el diablo, delante de los que hasta hacía muy poco habían sido amigos suyos. Esquivaba por instinto las balas. Mientras, aguantaba las lágrimas de rabia a duras penas, con el cuerpo magullado, el estómago vacío. Intentaba sacar fuerzas de donde podía. Cuando consiguió despistarlos, volvió sobre sus pasos a un granero que había vislumbrado con el rabillo del ojo junto al canal. Agotado como estaba casi se quedó dormido entre la paja. No tardaron mucho en acercarse, enfadados, sin parar de vomitar juramentos e insultos. De pronto se quedaron casi en silencio. El sonido de los goznes mal engrasados de la puerta del caserón se impuso sobre sus gritos. Pudo escuchar una voz de mujer que hablaba con ellos. La conocían y la respetaban. Se notaba en la forma que tenían de dirigirse a ella, ya que nadie volvió a elevar el tono. Les ofreció vino y pan con manteca mientras lo registraban todo. Aún se pregunta cómo no lo encontraron. Está seguro de que intervino algo más que la suerte, pero poco importa ya. Se marcharon, pero al poco rato esa voz, la voz de ella, que intentaba no mostrar signos de miedo, gritó: “¿Quién anda ahí? Sé perfectamente que has entrado aquí”.
Se enamoró nada más verla. Parada en la puerta entreabierta, con un fusil torpemente aferrado, a contraluz del fuego que arrasaba los campos en su busca, le hizo sentirse niño de pronto. Y otro fuego muy distinto casi hizo arder el granero. El fuego que salió de él, alimentado por la mirada de ella cuando se acercó a curarle las heridas. Ninguno de los dos dijo nada. Él sólo podía bajar la vista. Se olvidó de todo lo que acababa de suceder, dejándose envolver por el olor a canela y jazmines. Los cuerpos se invadieron. Quedaron los maderos desvencijados de tanto crujir.
Estuvo más de un mes escondido. Ella lo cuidaba, lo alimentaba. Juntos hicieron un agujero bajo el nido de la clueca, donde se metía en los registros, cada vez menos frecuentes. Ocupaba el día en hacer los trabajos que no requerían salir al exterior, en espiar por los agujeros, en atisbar entre las grietas. Tallaba desde animales hasta flautas en las maderas que encontraba. Se los metía en los bolsillos del delantal mientras jugaba a perseguirla o cuando no se daba cuenta. Por las noches, ella le enseñaba a leer, le contaba historias de países lejanos, le mostraba dibujos de mundos imposibles. Cada mañana, al despertar, allí estaba su cuerpo. Allí estaban esos ojos que le cauterizaban las heridas. Cada mañana, al despertar, ella le susurraba: “creo que podría quererte siempre”. Él se pellizcaba, porque aquello sólo podía ser un sueño.
Después llegaron los miedos, las añoranzas, las rutinas que le dejaban suficiente espacio en la mente para pensar. Era demasiado tiempo encerrado entre cuatro paredes para quien había perdido la costumbre de la paciencia. El momento del sueño, confiado el subconsciente tras la felicidad del cuerpo, le dio la oportunidad a un papel arrugado y sucio, escrito con mano temblorosa en la incipiente luz de la madrugada, de prometer su regreso lo antes posible.
Lo atraparon a mediodía, magullado, medio ahogado entre los juncos de una charca. Los sentidos se le habían atrofiado en la suave corriente que compartía con ella, dejándolo expuesto, no sólo a sus enemigos, sino también a su propia humanidad. Le dieron a elegir: eligió traicionarla para sobrevivir. Mientras la detenían no dejaba de buscar en ella una señal de odio, pues él se odiaba por haberle hecho algo así. Pero permaneció altiva e inexpresiva, sin oponer resistencia. Una lágrima asomó a sus ojos el único instante en que dirigió la mirada hacia él, queriendo arrancarle el alma al tiempo que le regalaba la suya. Ese “te perdono, lo entiendo todo” expresado sin palabras, hizo que se sintiera peor todavía, como si le arrancaran un pedazo.
El viejo llega al pueblo cuando ya casi se ha puesto el sol. Ella está en la puerta, esperándole, oliendo a canela y jazmines. De alguna forma ha sabido que venía. Lo sigue con la mirada mientras se acerca. Cuando llega a los escalones, alarga la mano para coger sus margaritas. Las huele mientras él amedrenta el aire que queda entre ellos. Se funden en un abrazo largo, un abrazo con todo el cuerpo, un beso que los hace temblar como la primera vez. El tiempo se para: es niño de nuevo. Mientras atraviesan la puerta ella dice: “creo que podría quererte siempre”.
Y el viejo, sonriendo, se pellizca.
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