Nunca se olvida el arte de tejer mundos en las estrellas,
de tener la luna dentro de la cabeza...
y en mi cabecita siempre hay luna llena...

sábado, 27 de noviembre de 2010

JITANJÁFORA 1: Rayuela, las musas y Picasso

Domingo, 24 de Octubre de 2012
Mi primera incursión radiofónica. Estaba tan nerviosa que tenía incluso ganas de vomitar. Todavía no me han pasado el audio ya que hubo algunos problemillas, pero en cuanto lo tenga pondré el enlace para que podáis escucharlo.

NOTA ( A 1 de Diciembre). ¡Ya tengo el audio! Os lo pongo a continuación.
Aquí el audio

Mi primer cuentecillo radiofónico a continuación:
(espero que os guste)


Rayuela, las musas y Picasso

Aquí sentado frente a mi página en blanco, me cuesta creer que una simple frase leída en un periódico me hiciera desistir de mi búsqueda de las musas. Pero es injusto llamarla así, habiendo sido pensada y pronunciada por tan gran hombre. También fue un gran hombre quien me inspiró el deseo de ir tras ellas. Si no hubiese leído aquel libro suyo, nunca habría deseado ser escritor y nunca habría salido desesperado en busca de la inspiración, dejándolo todo atrás alegremente, sin remordimientos, embarcándome en aquel viaje.

El poco tiempo que me dejaba libre mi trabajo en la granja, lo dedicaba a leer casi con desesperación todo lo que conseguía que el servicio postal acercara hasta mi buzón. Nunca se me pasó por la cabeza el empezar siquiera un diario. ¿Para qué?. Vivía mi vida a través de lo que me contaban aquellas palabras impresas, y el olor de las páginas me embriagaba más que el de la colonia de las chicas con las que me cruzaba cuando iba al pueblo. Las miraba y me parecían vulgares. Mis libros me habían enseñado que odio la vulgaridad, así que pasaba lejos de ellos el menor tiempo posible, porque todo lo de fuera era plano y bicolor comparado con lo que ellos me hacían sentir. Paladeaba las palabras, las saboreaba, las masticaba, las hacía mías guardándolas en las tripas para poder rumiarlas cuando no pudiera pasear mis ojos por ellas. Sólo existían sus mundos.

Aquella mañana de sábado hacía frío. Iba hacia el establo cuando escuché tras de mí por el camino el inconfundible sonido de la bicicleta del cartero esquivando las piedras y los baches. Me paré junto al buzón. Sin apenas frenar me lanzó el paquete. Un escalofrío precursor, que nada tenía que ver con la madrugada, me recorrió de arriba abajo cuando lo atrapé en el aire. Lo agarré con fuerza resistiéndome a abrirlo todavía y me fui cabizbajo a trabajar. Pero no aguanté mucho: entre faena y faena no tuve más remedio que romper el envoltorio. Leí a toda prisa el primer capítulo, pues no podía leer sólo un párrafo, una página,… aún capítulo entero me parecía poco. Si mi realidad ya me parecía pequeña, ahora se había convertido en insignificante. No veía el momento de acabar, de esconderme en algún rincón del granero o de la casa, de apurar aquellas páginas exprimiéndolas del todo. La Maga, París. Podía verla, tocarla, pasear con ella.

Todavía no era mediodía cuando terminé. Nunca había trabajado tan rápido. Recostado sobre la paja junto a uno de los ventanos me puse a devorar la historia con ansia. Las hojas bailaban entre mis manos. Iba de adelante atrás sin orden, releyendo partes anárquicamente. Llegué al capítulo 7:

“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, …”

Las tripas se me movieron como nunca se me habían movido, se me fue el apetito, me temblaban las manos, me sudaban los pies. Pensaba que era lo más intenso que había sentido en toda mi vida, hasta que llegué al capítulo 68:

“Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes”.

Permanecí semiinconsciente varias horas. Lo había releído hasta que los ojos se me hincharon tanto que no veía tan apenas. Aquella misma noche decidí que quería escribir. Había leído mucho, así que seguro, sin la menor duda, era capaz de hacerlo tan bien como casi cualquiera de los escritores que habían caído en mis manos, además de conseguir hacer algo que nadie hubiese hecho nunca antes. Pero necesitaba una idea, inspiración, algo original.

Primero terminé de leer la novela. Aquellas jitanjáforas (palabras inventadas) describiendo lo que yo imaginaba que describían me tenían totalmente sumido en la depresión, pues me habían puesto de frente a la gran decepción que era todo lo que me rodeaba, así que no lo pensé demasiado. Creo que no le di sino un par de vueltas a la idea tras cerrar el libro. Necesitaba a las musas. Ya sabía quienes eran. Ahora tenía que encontrarlas para que me inspiraran. Así que ante la horrorizada mirada de mis pobres padres, dejé de trabajar en la granja. Me pasaba horas vagando por los cauces de los dos ríos que había cerca, esperando ingenuamente toparme con ellas. Pasaron semanas sin conseguir ver a ninguna, a ninguna de las nueve. Yo la que quería encontrar era Calíope por supuesto, pero suponía que no estaba en condición de elegir. “Tienes que ser paciente”, me decía, “unas diosas, hijas de Zeus nada menos, no van a aparecer sólo porque a un simple granjero le apetezca ahora ponerse a escribir”. Pero mis padres no tienen tanta paciencia como yo, y una noche al llegar a casa después de pasarme todo el día sentado bajo un árbol, me abroncaron: o empezaba a trabajar otra vez en la granja o ya podía ir pensando en alguna solución aceptable porque no iban a alimentar a un vago. No me quedó más opción, a grandes males grandes remedios. Tenía que encontrarlas enseguida. Iría a buscarlas a donde vivían, me haría notar, les mostraría la magnitud de mi necesidad de ellas, las convencería. Con la complicidad de la noche salí por la cancela de atrás con la bici en la mano, vestido de domingo, todos mis ahorros en el bolsillo, el libro envuelto en la ropa interior, y una mochila deshilachada en la que había escrito: “Shakespeare nunca lo hizo”. Seguro que Bukowski no se iba a enfadar por plagiarle.

Comenzó mi viaje. Transcurrió como en un sueño hasta que llegué al pie del Olimpo, donde nacieron. Las busqué incluso bajo las piedras, hasta que conseguí enterarme de que vivían en otra parte. Me fui hacia el Este, como me habían indicado, dudando mucho que estuvieran por allí, entre ruinas, entre derruidos templos, bailando solas entre las sombras de una ciudad muerta. Cualquier otro lugar de aquella región me parecía mejor para ellas. Durante un mes entero anduve dando tumbos, subiendo a la montaña, bajando de ella, entrando en cualquier sitio en el que sonara música, cruzando a nado los ríos. La gente empezaba a mirarme mal, así que volví a preguntar y me mandaron más hacia el Este todavía, hacia el mar. Subí a la muralla del pueblo nada más llegar, y nada más llegar sentí que la suerte me iba a sonreír. Si no me sonreía iba a tener que improvisar, porque se me acababa el dinero. Estuve mirando la llanura sembrada de olivos hasta que empezó a oscurecer. Si cerraba los ojos casi podía oler el salitre en la lejanía. Mis sentidos se agudizaron por un momento, y escuché música. Escuché voces de mujeres, allí en alguna parte, en alguna de las calles que había a mis pies. No tardé en encontrar el sitio. Era un simple bar, pero allí estaban, las nueve, bebiendo, cantando, riendo, haciendo una fiesta. Quise asegurarme, aunque evidentemente eran ellas. “Claro que somos tus musas, cielo, invítanos a una copa”, me dijeron riendo. Fue una noche increíble. Talía jugaba a imitar a los demás. Su risa seguro que podía escucharse a calles de distancia. Clio y Urania, las más serias, no dejaban de cuchichear entre ellas. Fueron muy buenas conmigo, no dejaban que mi copa quedara vacía. Yo no tenía ojos más que para Calíope, pero eso no parecía importarles a las demás. La única que pareció molestarse un poco fue Terpsícore, que no hacía más que decirme que bailara con ella. A la mañana siguiente tenía una resaca espantosa, los bolsillos vacíos y la seguridad de que la noche pasada con ellas habría dejado más de una semilla en mí. No iba a escribir un libro sino muchos libros. Seguro que ninguno de mis escritores se había ido de juerga con las musas.

Decidí quedarme hasta conseguir el dinero suficiente para volver a casa. Empecé a trabajar en el campo, con un cuaderno escondido bajo la camisa por si acaso. Pasaron tres días y no noté ningún cambio especial. Empecé a pensar que me habían gastado una broma, o que me habían castigado a su manera por irrumpir en su fiesta. Decidí volver al bar aquella misma noche. Ni rastro. Sólo borrachos tristes en una barra cubierta de vasos de vino. Evidentemente era un castigo. ¿Qué podía hacer ahora? Sólo una cosa: volver a casa con el rabo entre las piernas y esperar a que ellas decidieran que yo valía la pena. Me arriesgaba a que no lo decidieran nunca, pero en casa estaban mis libros. Seguiría buscándolas en mis ratos libres junto a los ríos, no perdería la esperanza porque me conocían, porque sabían de mi deseo.

Hace dos semanas, en el periódico del domingo, venía una cita que me hizo recapacitar. “La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando”- Pablo Picasso. Lo cierto es que había ido tras la inspiración, pero nunca me había puesto a trabajar. Así que aquí estoy, frente a mi página en blanco. Empecé a buscar a las musas por culpa de “Rayuela” y he dejado de buscarlas gracias a Picasso, aunque todavía dude a ratos de si ha sido buena idea, pues no consigo sino emborronar papeles.

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