Dibujo de Kalitos
Todos se quejaban de que el olor era insoportable. Alguien llamó a mantenimiento y vino un chico que revisó las bombas de calor. Las desmontó, las limpió, cambió los filtros, y al día siguiente cuando entramos en la oficina, olía todavía peor. Así que no era la calefacción. Las chicas de postventa torturaron a todo el mundo con un rociado compulsivo de ambientador, que aún empeoró más el asunto. Así que alguien llamó a mantenimiento de nuevo. Esta vez aparecieron dos señores, uno con uniforme de trabajo, y el otro con uniforme de trabajo también, pero encorbatado. El de la corbata daba órdenes desde abajo. El otro, sobre una escalera de mano, desmontaba el falso techo de corcho que cuelga del verdadero gracias a una especie de red metálica. No vieron nada, pero al quitar uno de los paneles, aquello dejó de oler mal para pasar a ser insoportable. ¿Algún bicho muerto? Era evidente que sí. Debía estar en la parte de los tubos, inaccesible con una escalera de mano desde abajo. Sería necesario entrar en los conductos, pero como sólo les habían pagado por dos horas de trabajo, que hay crisis, nos dejaron plantados con aquel hedor, y la sospecha de un cadáver, con la consecuente paranoia por insalubridad y posible infección o similares. Las moscas no tardaron en invadirnos. Trabajar era casi imposible. Moscas por la cara, en las tazas de café, en la pantalla del ordenador, y hasta por debajo de la mesa. Alguien llamó por tercera vez a mantenimiento. Ni caso. Y protestar no sirvió de nada. Que nos quejábamos de vicio. Que no era para tanto. ¡Qué no era para tanto! ¡Ni el guano! Ya les vale. De la crisis se acuerdan sólo para estas pequeñas cosas, que recortar recortan de lo más absurdo, pero nunca la tienen presente cuando se trata de las facturas hinchadísimas de las comidas de los jefes, de cantidades que mejor no pongo por escrito. Las chicas de postventa casi nos ahogan por la tarde, total para apenas disimular la peste entre tanto perfume de lavanda y violetas. Al día siguiente no había mejorado nada la cosa. Tampoco había empeorado, o quizás nos estábamos acostumbrando. Yo soy incapaz de matar moscas. Las aventaba todas a la esquina de la mesa en diagonal con la mía, donde está mi compañera, que las aplastaba sin contemplaciones. A mitad de mañana, por mucho que intentaba ahuyentarlas no había manera de que se largaran. Claro, sabían que al otro lado les esperaba la muerte. Una muerte rápida, pero muerte al fin. Y mira que eran gordas. Nos reíamos. Nos lo tomamos a guasa, porque ¿qué otra cosa podíamos hacer? Ella dijo: “es que las moscas muertas hablan, y les dicen a las otras que no vengan, que las mato.” Y era cierto que hablaban. Ellas nos dijeron donde estaba lo que fuera que nos apestaba, y así conseguimos que vinieran de nuevo los de mantenimiento. Una rata enorme se descomponía sobre nuestras cabezas. El hedor duró un par de días más a pesar del desinfectante. Y yo sigo siendo incapaz de matar moscas.
APOLONIA