No recuerdo de donde saqué esta foto...
Muchos nos dijeron que era una leyenda, pero allí estaba: habíamos conseguido llegar al Valle de las Rosas. La vida parecía haberse detenido en aquel lugar.
Éramos tres: Todor, Mira y yo. Habíamos caminado por el interior del bosque de la ladera Norte de la cordillera, alejados del camino, tal y como nos indicó aquel abuelo en el hostal de la ciudad. Tuvimos que subir un poco para tener buena vista. La aldea de la que nos había hablado, la única aldea, estaba justo en el centro. Parecía como escondida del mundo, rodeada de campos, con tres calzadas empedradas que salían de ella y terminaban en el comienzo de los desniveles. Ninguna se dirigía hacia el desfiladero sobre el cual estábamos, y que era el único acceso viable, a no ser que se atravesaran los picos. Tras mirar un buen rato con los prismáticos, estuvimos de acuerdo en que parecía un viaje en el tiempo además de en la distancia: calles polvorientas, mujeres con pañuelos en la cabeza, hombres vestidos de negro reunidos en la plaza, y carretas tiradas por burros, como si hubiésemos retrocedido un siglo.
Empezaba a anochecer. El atardecer pretendía rivalizar en colores con los campos sembrados de flores rojas. Decidimos que lo mejor era buscar un sitio para dormir, así que cruzamos el cañón que daba entrada al valle y nos adentramos en los campos. Nos desviamos en dirección a las montañas, en busca del abrigo de los árboles y de lo que nos había parecido una cueva. Las cumbres estaban cubiertas de hielo. Mira y yo nos sorprendimos la una a la otra con la vista fija en ellas, como embobadas, abstraídas en su peculiar antropomorfismo. Todor se dio cuenta de nuestra extrañeza y comenzó a hablar. Su voz a medio tono, grave, nos acompañó hasta que alcanzamos la cueva, que parecía perfecta, y era mucho más grande de lo que habíamos supuesto. Nos contó que había un mito, el de dos hermanos, hermano y hermana, enamorados, que fueron convertidos en aquellas montañas por haberse atribuido los nombres de los dioses más grandes: Juno y Júpiter.
Montamos el campamento enseguida. Mientras comíamos algo nos dimos cuenta de que era muy poca la información que teníamos de aquel sitio y de sus gentes. Sólo que no querían saber nada de lo que ocurría fuera de allí, pero que se mostraban muy hospitalarios con los forasteros. Tan sólo queríamos conseguir algo del aceite de rosas que salía de aquel valle. En ningún otro lugar, ni siquiera con la misma variedad de flor, se había conseguido tan puro y de tan elevada calidad. Aquella gente vivía a su ritmo y no habían querido comercializarlo en grandes cantidades, así que si querías una muestra, tenías que ir a por ella. Pensamos que lo más prudente era bajar al pueblo por la mañana, mediada la mañana. Buscaríamos alguna casa donde nos acogieran y diríamos que estábamos interesados, además de en el aceite, en los mitos del lugar. En uno de los mapas que teníamos, el valle no era “de las rosas” sino “de Orfeo”, y la aldea no tenía el nombre impronunciable que aparecía en el letrero junto a la carretera, sino que se llamaba “aldea de Dionisio”, así que empezaríamos por allí.
A pesar de que no era tarde y de que estábamos acostumbrados a tener mucha actividad, empezamos a sentirnos pesados, con el cansancio asentado en el cuerpo y en la cabeza. Poco a poco dejamos de hablar. Empezó a hacer frío y la humedad, que hacía brillar las paredes de la cueva, hacía que nos dolieran los huesos y que las sombras fueran como de película de terror. No era ni media noche cuando el silencio se apoderó por completo de nosotros. Fue una noche mala: pesadillas, congojas y ansiedades. Incluso llantos contenidos. Mucho después de amanecer todavía estábamos metidos en los sacos, con temor, agitados y llenos de angustia.
A mitad de mañana unos tambores empezaron a sonar. Parecían venir del pueblo. No tardaron en escucharse voces que bajaban de la montaña. Eso nos dio el valor suficiente para ponernos en marcha. Queríamos ser discretos, pero nuestras ropas no se parecían en nada a las de aquella gente, así que nada más aparecer en la puerta de la cueva llamamos la atención como pavos reales con la cola extendida. Una mujer de edad indefinida se acercó a nosotros y empezó a hablar muy deprisa. Sólo Todor entendía lo que decía, y no muy bien, pues su lenguaje era abundante en expresiones locales. Nos increpaba con movimientos de las manos y gestos de prisa para que la siguiéramos al camino. Sin embargo algo de lo que dijo hizo que Todor volviese a la entrada de la cueva, aunque no entró, sino que la bordeó hasta el otro extremo, y lo seguí. A nuestros pies se abría una profunda garganta. La mujer había dicho que debajo de la cueva estaba la garganta del diablo, la gruta por la que se descendía al infierno. Por eso intentaba alejarnos de allí. Sentí vértigo y un frío extraño. Me costó un rato entrar en calor, a pesar de que el sol calentaba fuerte. Mientras caminábamos junto a ella hacia el pueblo, aquella campesina de flores se llevaba las manos a la cabeza y nos llamaba locos. Aquel valle, el valle de las rosas, era el valle de Orfeo, porque Orfeo no era hijo de Apolo, sino uno de los reyes que habían tenido. Su tumba estaba excavada en la roca a unos quince Kilómetros de la aldea. Habíamos dormido en la cueva donde lo despedazaron las ménades, justo encima de la gruta por donde bajó al Hades en busca de Eurídice. El único lugar maldito de todo el valle. Sin embargo, los campos estaban llenos de la música de su lira y los efluvios de su sobrenatural voz, así que todo el mundo era por allí feliz, amable y de buen talante, siempre que no se acercara a donde nosotros habíamos pasado la noche.
Los tambores anunciaban el comienzo de una boda, que iba a durar cinco días, y a la cual, por supuesto, estábamos invitados. Rechazarlo no era una opción: sería un insulto.
Estábamos frente a la excusa perfecta para nuestro propósito.
Enseguida nos acogieron como si fuésemos del pueblo. Nos agasajaron, nos vistieron de fiesta, fuimos presentados a todos y asistimos a una ceremonia en la que la novia llevaba una máscara puesta para evitar el mal de ojo. Rosas por todas partes. Todo olía a rosas y a incienso de maderas. Fueron cinco días de cordero a la brasa, pan redondo, hojas de col rellenas de remolacha, gratinado de patatas, huevos y cebolla con hierbabuena y alubias gigantes. Cinco días de culto a la música y a Orfeo, donde éramos uno más, y aún con las barrigas llenas, fuimos capaces de escuchar y aprendimos el secreto de las flores. Cinco días con sus cinco noches de culto a Baco, (o Dionisio, como lo llamaban ellos), llenas de ritos licenciosos y orgiásticos, donde aprendimos quienes éramos. Ninguno de nosotros ha regresado.
APOLONIA