Nunca se olvida el arte de tejer mundos en las estrellas,
de tener la luna dentro de la cabeza...
y en mi cabecita siempre hay luna llena...

lunes, 29 de noviembre de 2010

JITANJÁFORA 3: Binomio mágico y prosopopeyas

Domingo, 28 de Noviembre de 2012
El tercer programa. 
Binomio mágico maullido-talismán y prosopopeyas.
La cosa viento en popa. Nacho y Pati me hicieron reir y me sentí, salvo en un par de ocasiones en las que se me trabó un poco la lengua, como si estuviera en mi casa charlando con mis amigos. Estaba excitada y feliz, por la respuesta de todo el mundo, por las aportaciones a partir del reto del programa anterior con respecto al binomio mágico "maullido-talismán". También algo agobiada, porque veía que tenía material para tres programas. Pero eso es bueno ¿no?. Incluso me dio tiempo de hablar de las prosopopeyas.

Mil gracias a todos los que colaboraron.
:)



Las aportaciones de nuestros oyentes-amigos:


SANTIAGO BLASCO- ALIAS INDALECIO
Lo único agradable que recuerdo de mi infancia eran las tardes que
pasaba sentado en las escaleras de la puerta de casa y que aparecía aquella
gata granadina de colores desordenados. Se sentaba a mi lado y empezaba a
ronronear, o se hacía un ovillo y se quedaba dormida. Aquel ronroneo era lo
único que conseguía relajarme y que me olvidara de todo. No recuerdo cuando
fue la primera vez que la ví ni tengo ni idea de si tenía dueño, pero
aquellos maullidos que soltaba antes de cruzar la esquina para venir donde
estaba parecían decir - "que estoy aquí, que ya llego"-. Esos maullidos eran
mi talisman. Nunca le puse un nombre, para mi siempre era la gata granadina
que se sentaba conmigo en el porche y se ponía a ronronear. Los nombres
cortos para animales como "Nico", "Tobi" o "Lalo" son muy prácticos para
llamarles, pero me parecen ridículos. Yo prefería llamarle la gata granadina
que se sentaba conmigo en el porche y se ponía a ronronear por dos razones.
La primera que no me hacía falta llamarla, porque aparecía y se iba cuando
le daba la gana y la segunda porque si pensaba en ella como la gata
granadina que se sentaba conmigo en el porche y se ponía a ronronear todo el
tiempo que repasaba mentalmente ese nombre no pensaba en otra cosa. No tenía
nada bueno en que pensar.

SANTIAGO JURADO- ALIAS EL CRUCIS
"La alargada sombra me advierte de que, en lo que cuesta arrancarse un pelo de la cabeza, cruzaré por debajo de una escalera apoyada en la fachada de un establecimiento desprovisto de la necesaria luz para despachar adecuadamente a la clientela.
Como no me importa, entro y me siento, con la esperanza de que hoy pueda regresar a mi casa bien alimentado. El camarero, que aunque es tuerto y me mira mal, cosa que me repampinfla, me avisa de que sólo habrá platos fríos, que podré devorar al amparo de la luz natural. Y en mi torpeza, derribo el salero. El cloruro sódico se desparrama, y me río satisfecho.
y a lo que acabo y pago mi cuenta, el maullido del gato que desde siempre alimentan allí, todo negro él y vigilante de lo que pasa, precede a su cruce por delante de mis piernas. Como no caigo, el extraño movimiento de mis extremidades me equiparan a un bailarín experto, antes que a un posible nuevo accidentado. Y salgo de nuevo al exterior, siempre sonriente.
Deslizo mi mano dentro del bolsillo para acariciar mi talismán. Mi talismán que me protege contra todo mal. Pero no está allí. Lo olvidé en la mesilla del dormitorio. Y de inmediato, en parte distracción mía, en parte desprecio a la vida ajena del conductor, soy atropellado en mitad de la calzada.Y sin haber comido caliente."

XCAR
Al oir el maullido de aquel gato, me vino a la cabeza la frase que siempre dice mi amigo Kalitos sobre Robin Hood: "Si fuera gato, tendría que salir de casa con las llaves colgadas del cuello". Vamos, como si fuera un talismán.

REBEKA ARAKNÉ- LA ENCONTRARÁS COMO LADY SADE EN LA RED
Al ponerse la noche su traje más coqueto, vi aventurarse tras la ventana mi tímida imaginación bailando una danza un tanto extraña...mis ojos se posaron en el marco blanco del ventanal y se limitaron a contemplar tan dichosa escena.
Contoneos, sonrisas...sueños disfrazados de picaresca ironía...
Mis gestos, ambiguos y pausados fueron tomando un aire cada vez más dulce y extraño...y vi como mis brazos se tornaron patas...y vi como mis pupilas verdes se dilataron...pues mis ojos verdes ya no eran los míos, eran la mirada fiera de un manso gato...
Un maullido bastó para que las ilusiones saltarán más allá del ventanal...un maullido dulce que parecía más que un quejido un susurro sin piedad...
Buscando a la luna, mi sombra gatuna rodeó a las estrellas...y mi alma sumisa, en la cama postrada maldijo mi desdicha...Y cantando infortunios, me lié entre las sábanas para no tener miedo...
Desde el cielo infinito, el gato de mis entrañas, el reflejo oscuro de mis mejillas...me contó que sus zarpas eran el talismán de mis sueños perdidos...que si confiaba en su suerte y en sus desventuras me llevaría al País de la Eterna Sonrisa...solo tenía que confiar y no tener prisa...
Solo tenía que esperar tranquila al alba...cuando el maldito insomnio, artífice de mis paranoias...quisiera trasnformar al gato en alborada...solo unas horas más para que la suerte, me bañase de nuevo con la luz del día...

EL CASTRO- CANTANTE DEL GRUPO CRISÁLIDA
Aquella noche, mil maullidos de mil gatos negros auguraban que la peor de las condenas posibles podría caer sobre mí. No tenía ese presentimiento desde que la peste bubónica asoló Europa y, posteriormente, “Enrique y Ana” decidieron separarse para siempre. Ante semejante panorama, opté por rescatar del armario mis gallumbos talismán, me enfundé mis camperas de la fortuna, cogí mi sable de luz, y ensillé a Bucéfalo. “¡Rumbo a Las Vegas!”, le ordené mientras masticaba el último chicle anti-ludopatía que había adquirido en un colmado del barrio de La Jota. “¡Y una mierda!”, me contestó el corcel. “Vamos a Gran Escala, que está mucho más cerca, y yo ya no estoy pa´ estos trotes”… Crucé los dedos. Toqué madera. Recé mis oraciones. Hice trampas. Pero la susodicha maldición debió resultar demasiado densa para mis amuletos… Como de costumbre, volví a casa sólo, borracho, sin blanca, sin móvil y, además, en tranvía. Bucéfalo triunfó. Menuda jaca, el muy cabrón...

V. MONAHAN
“-¡Sandokan!, ¡te he dicho mil veces que no se juega con mi talismán! Venga, va, devuélvemelo… Oye, y no me pongas esa cara como si no me entendieras, que sabes muy bien de lo que te hablo. Me conoces perfectamente, ¡sin ese buho de la suerte enredado en mi mano no puedo dormir! Es peligroso.
¡Que no mires para otro lado, tigre! Como siempre, vas a lo tuyo; tus juegos, tus cacerías, tus intrigas y tus amoríos... Ainssss, no crees que deberías de dejar de correr detrás cualquier hembra que te ponga ojitos... ¡Si es que sois todos iguales! ¡Qué pena, por Dios!
- Miaowwww!
- Míralo, ¿ves?, aquí está, enredado en tu pata. Un maullido y lo solucionas todo, pero a mí no te me vas a camelar, pedazo de gato truhán! Anda, levanta de la cama y date un paseo por ahí, ¡golfo, más que golfo!”

LA MUJER DE LOS COLORES- ENCARNA REVUELTA

UN MAULLIDO DE AZUL INTENSO
Un hombre y una mujer. Nunca llegué a saber sus nombres. Pero lo que si puedo decir es que se enamoraron una noche en la playa. La luna reinaba en el cielo y las estrellas jugaban sobre ellos.
Ambos se miraban a los ojos y sus corazones latían rápidamente. Tanta felicidad concentrada en un momento les hacía sentirse inmensamente dichosos.
Sin que se dieran cuenta el día abrió sus puertas al amanecer y una pequeña bola de fuego apareció en el horizonte. Era el momento de decirse adiós. 
Entre caricias, abrazos y besos se despidieron prometiéndose que al día siguiente se volverían a encontrar en el mismo lugar.
Cuando cada uno llevaba sus pasos en distintas direcciones, él se volvió hacia ella y desprendiendo de su cuello un cordón con una pequeña piedra de un azul intenso, se lo puso a ella y le dijo que era un talismán que le daría suerte. Un último beso dulce y amargo hizo que el talismán ardiera entre ellos y se fueron poco a poco separando  hasta que se perdieron de vista.
La mujer estaba muy feliz, pero cuando se disponía a ir hacia el autobús, un individuo apareció y, creyendo que era una joya lo que colgaba del cuello de la mujer, intentó quitarle el talismán. Ella, opuso resistencia y forcejeó con el desconocido. El, nervioso, sacó una navaja y le asestó una cuchillada mortal en el cuello.  El cordón del talismán se rompió y desapareció. La mujer quedó tendida en el asfalto. El maullido de un gato le hizo desviar su última mirada y vio la piedra reluciente entre las patas del felino. Después… cerró los ojos para siempre.

Todos los días, el amante se dirige solitario hacia la playa donde espera encontrarse con la mujer de la cual se enamoró. Extrañamente, el maullido de un gato le acompaña. 

PEPA
UNA HISTORIA REAL

Hoy es lunes.
Los lunes, aparte de ser lunes, se corre un riesgo adicional, sobre todo si eres uno de mis gatos.
Mis gatos, a veces, se van a pasear por los tejados del barrio y vete tú a saber dónde pueden acabar: en la perrera municipal, en la ventana de los vecinos, a pie de calle investigando los entresijos en una obra cercana, etc...
Con ellos nunca se sabe.
Conmigo, tampoco.
Pero he desarrollado una técnica de búsqueda para momentos de emergencia (bueno, estoy en ello).
Cuando ya llevan cierto tiempo sin aparecer y mi espíritu empieza a no dejarme en paz, comienzo un ritual en el que pongo toda mi esperanza, y durante el cual salen de mi boca sapos, culebras, palabrotas, japos... aunque esté desempeñando dicho ritual con muuuuuuuuuuuuuuuuucho amor.
RITUAL:
- Salgo al tejado cuando anochece y grito el nombre del gato en cuestión mientras agito un cuenco con comida de gato.
- Me meto en casa, diciendo tacos, y empiezo a elaborar carteles para colocar por el barrio.
- Me pongo de los nervios.
- Más juramentos.
- Cuando cae la noche-noche y casi no hay ruido en las calles, bajo con los carteles, y mientras los coloco llamo al gato o gata, ya que si me oyen, sé que contestan. Y ... suele funcionar.
Para mí, el talismán encuentra-gatos es un maullido. ¡Miauuu! ¡Miauuuu!.
Reconozco el timbre del gato, hago oído y empiezo a guiarme. Creo que el sonido viene de allí... ¡no! ¡no! viene por allá. Y así hasta que lo encuentro.
Pero lo encuentro.
Hoy es lunes y voy a abrir la puerta de casa. ¡Uffff! estamos todos. (Suspiro).


Acabó el programa con una pocas "prosopopeyas" o personificaciones de ficción. Y mi granito de arena en forma de cuento. Leí la versión cortita porque no había más tiempo y que os pongo aquí. La versión completa para otro día, que ya lleváis también mucho rato leyendo.

¡¡Besiños!!

 

ENCANTADO DE HUNDIRTE TITANIC
    Soy iceberg porque me cansé de ser sólo hielo indiferenciado del resto. Sobre todo por la insulsa conversación del agua congelada que me rodeaba. De donde yo vengo al agua congelada la llamamos “la portera” por algo. Pero también porque de pronto recordé que tenía una misión importante. Entre tanta cháchara sin sustancia me adormecí olvidando que estaba aquí para cargarme este planeta. Era eso para lo que me habían enviado, para lo que había estado viajando a través del espacio desde muchos soles de distancia. Fui el único que se presentó voluntario, a pesar de que todos eran capaces de ver la tremenda amenaza que representaba, por la crueldad que se anticipaba en las formas de vida que se iban generando. Queríamos evitar que esos seres llegasen a tener una conciencia mayor, pero por desgracia, no conseguí hacer mucho. Fracasé nada más llegar, y la evolución siguió su curso mientras yo me recuperaba. Siguió su curso derechita hacia los humanos. Maldito el día en que aparecieron esos bípedos egoístas que piensan que son los únicos que tienen cerebro. En el satélite de la estrella de la que provengo hay carámbanos que superan a los científicos más renombrados de aquí.
    Por haber fallado en mi misión inicial ahora estoy atrapado. Tan sólo conseguí extinguir a los dinosaurios. Meteorito de hielo fui. Y ahora ya veis, un simple iceberg que vaga con la esperanza de ir cargándose humanos a base de hundir barcos. Eso sí, no pienso cejar en mi empeño. Ya les fallé a los míos, así que mi penitencia será no evaporarme hacia el espacio para regresar hasta que no consiga algo importante, algo que me sirva de atenuante para evitar que me disocien cuando vuelva. Ya tengo en mi haber, aparte de lo de los dinosaurios, el diluvio universal y unos cuantos cientos de barcos llevados al fondo del mar. Pero no es suficiente.

Se acerca un buque enorme. Oigo muchas voces. Esto es genial. Me cansaba ya de darle vueltas a la molécula de pensar. Si me dejo llevar por la corriente de la derecha lo alcanzaré de lado, de forma paralela a su avance, y le haré más daño. Acércate bonito que vamos a bailar un vals mecidos por las olas. ¿Cómo te llamas? Encantado de hundirte “Titanic”.

sábado, 27 de noviembre de 2010

JITANJÁFORA 2: Juegos de palabras

Domingo, 7 de Noviembre de 2012
El segundo programa. 
Menos nervios, pero todavía se nota la inexperiencia, en la voz, en las muletillas. Los "vale" reiterativos que digo sin darme cuenta...

Pero no quedó del todo mal, ¿qué opináis?



Un pequeño juego de palabras:


Ilustración de Álvaro Reja
INCLEMENTE

Vicioso enredas mi pelo entre lilas y naranjas, anudando trenzas imposibles.

Implacable azotas ásperamente mi rostro, cruel e inconmovible ante las lágrimas de mis enrojecidos ojos.

Entrometido hurgas glacialmente bajo mi falda, escuchas tras mi camisa y hueles mi aliento.

Nómadas verdes trastocas en ocres, y quiebras las ramas que no las almas.

Traidor, que haces tartamudear mis ganas ante tu gélida severidad,

obstinado en privarme de mi nocturno paseo.

 


Y el cuentecillo que leí, a continuación.
Cuento de final abierto y precipitado que pienso ampliar y convertir en un relato de más enjundia siguiendo los consejos y críticas recibidos hasta el momento.
Mis agradecimientos a XCar, a Oscar Sipán y a Esteban por sus aportaciones.
Y a Nacho, que siempre sabe como hacer que todo sea mucho más fácil cuando estoy en antena sorprendida de como suena mi voz, porque no me reconozco.


La bicicleta y los rayos

Pablo no sabe cómo va a decirle a su madre que le ha vuelto a alcanzar un rayo. El
primero le perforó los tímpanos, le quemó la espalda, le arrancó los empastes. Fue el
más fuerte de los cinco. Los otros cuatro han sido cada vez menos intensos. Quizás su
cuerpo se acostumbra un poco más a ellos con cada uno que le cae. Este apenas lo ha
notado. Ha sentido, mientras caía al suelo, como si su columna vertebral fuese un hierro
candente que entraba en agua, pero nada más. La que ha sufrido ha sido la bici, que está
echando humo, toda chamuscada. Si no fuera por eso no tendría ni que contarlo, pues
nadie se daría cuenta. Su madre se la compró después de caerle el tercero, que al
contrario que el de hoy, le hizo sentir frío, como si lo atravesara un trozo de hielo. Si la
tormenta le pillaba fuera de casa, las pocas veces que lo dejaban salir ahora, podía
volver pedaleando lo antes posible. Aún así, era como si lo persiguieran. Para su
desgracia no siempre conseguía ser el más rápido. Ahora sin la bici, seguro que no
consigue pisar la calle más que para ir al colegio o comprar sardinas rancias para el
almuerzo del abuelo. Se acabaron las excursiones a los acantilados del faro abandonado.
Tendrá que encargarle a alguien que se ocupe de cambiar los esparadrapos que
mantienen aún entera la gigantesca bombilla, lo que será difícil, porque a nadie le
importa una bombilla fundida, por grande que sea. De los que sostienen los ventanales
ya se ocupan los de octavo: les interesa que no se cuele demasiado el aire, porque sino
las chicas no querrán subir.

Su hermano mayor dice que le ha caído una maldición, pero Pablo sabe que lo que pasa
es que Dios, o el cielo, o alguien importante, se ha enfadado con él por tocarle las tetas a
la Mariola. Le daba envidia que el abuelo lo hiciera cuando le daba la gana desde que se
dio el golpe en la cabeza al caerse del sofá. Aquel día lo tenía que cuidar él, pero se
despistó porque empezó a oír voces en la calle. Casi todo el pueblo bajaba deprisa hacia
la rambla. Se llamaban unos a otros, con la excitación dibujada en las caras. Había
aparecido un globo aerostático que anunciaba detergente sobre la playa; eso no se veía
todos los días. Así que subió corriendo al piso de arriba, a la terraza, para intentar verlo.
El abuelo, que todavía tenía buen oído pero ya mal entender, quería saber lo que pasaba.
Al no obtener ninguna respuesta tras preguntar tres veces, decidió levantarse el solo.
Como lo hizo demasiado rápido, se mareó, dándose un tremendo coscorrón al caerse. El
médico dijo que no había sido nada, un golpe sin importancia. Sin embargo, desde
entonces, teta que veía, teta que quería tocar. Sobre todo si eran las de La Mariola. Con
lo tranquilo que había sido, siempre correcto, siempre educado.

Mientras desayunaban en la cocina, Pablo la miraba trastear con las cosas sobre la mesa.
Hasta que traían al abuelo jugaba a imaginar que lo que había dentro de aquel escote
eran enormes tazones de leche. Por eso siempre llegaba el primero todas las mañanas.
Por eso los bizcochos se le deshacían demasiado deprisa. Sus hermanos no tardaban
mucho más: también a ellos les gustaba ver el bamboleo mal contenido del trajín de
aquellas dos sobre los cacharros. Cuando ella se agachaba al lado del viejo con la
bandeja de las tostadas, él se las agarraba metiéndole la mano dentro de la camisa a
medio abrochar. Su madre miraba para otro lado mientras arrugaba la frente.
Santiguándose decía: “Dios mío ¿qué voy a hacer con este hombre?”. “No se apure
señora, que a mí las tetas se me quedan en el mismo sitio. Además que el señor Pablo se
queda contento para todo el día”, le contestaba La Mariola riéndose a carcajada limpia.
Un día, en el pasillo de abajo, habiendo comprobado antes que su madre estaba en las
habitaciones de arriba, le preguntó: “¿también se te quedarían en el mismo sitio si en
vez del abuelo te las toco yo?”. “Prueba”, le contestó socarrona. Así que se las tocó. Se
le quedaron en el mismo sitio, pero a él se le descolocaron los cuadros del pasillo.

Esa misma tarde, cuando estaba ocupado con el esparadrapo en el mantenimiento de la
bombilla gigante, el cielo se empezó a poner negro. El aire se colaba por las grietas mal
tapadas del cristal de los ventanales, revolviendo todo lo que había dentro del faro.
Corrió todo lo deprisa que pudo hacia casa, pero la tormenta llegó rápido y su primer
rayo le cayó encima sin darle una sola oportunidad. Le costó tres días recuperarse lo
suficiente para volver a ir al acantilado. Hacía un día buenísimo, de sol, de brisa
fresquita, de cielo despejado. Todavía no había terminado de subir la empinada escalera
del faro cuando escuchó el primer trueno. Dio media vuelta enseguida, pero terminó
oliendo a pelo quemado en el ribazo de un campo. Su madre se pasó la noche con el
rosario en la mano, llorando con un disgusto enorme, ahogándole a besos al mismo
tiempo que le daba gracias a Dios por haber protegido a su Pablito. Sólo pasó una
semana antes de que le cayera el tercero. Por eso aparte de prohibirle volver a acercarse
a las rocas, le habían puesto sobre dos ruedas. Pero él no tenía miedo. Se siguió
escapando siempre que podía a pesar de tener que salir huyendo cada vez. El cuarto no
le habría pillado si no se le hubiese cruzado aquel coche en el camino. Pero de este,
como llegó a casa sin marcas visibles antes de que notaran su ausencia, nadie se enteró.
Hoy ha aprovechado el caos creado por un cazo de agua hirviendo, derramado por el
suelo, para poder escabullirse. Ha salido mientras las mujeres se chillaban, echándose la
culpa la una a la otra, pasando por delante de ellas sin que se dieran cuenta.

De pie delante de su calcinada bici Pablo se imagina la cara de su madre cuando le
cuente que se ha quedado sin ella porque le ha alcanzado otro rayo. Sabrá
inmediatamente que ha vuelto a ir al faro, así que a los gritos por el susto habrá que
sumarles los de la regañina por haber desobedecido. Ojalá el abuelo no estuviera tan
viejo. Seguro que hace unos años habría sabido como arreglarla.

JITANJÁFORA 1: Rayuela, las musas y Picasso

Domingo, 24 de Octubre de 2012
Mi primera incursión radiofónica. Estaba tan nerviosa que tenía incluso ganas de vomitar. Todavía no me han pasado el audio ya que hubo algunos problemillas, pero en cuanto lo tenga pondré el enlace para que podáis escucharlo.

NOTA ( A 1 de Diciembre). ¡Ya tengo el audio! Os lo pongo a continuación.
Aquí el audio

Mi primer cuentecillo radiofónico a continuación:
(espero que os guste)


Rayuela, las musas y Picasso

Aquí sentado frente a mi página en blanco, me cuesta creer que una simple frase leída en un periódico me hiciera desistir de mi búsqueda de las musas. Pero es injusto llamarla así, habiendo sido pensada y pronunciada por tan gran hombre. También fue un gran hombre quien me inspiró el deseo de ir tras ellas. Si no hubiese leído aquel libro suyo, nunca habría deseado ser escritor y nunca habría salido desesperado en busca de la inspiración, dejándolo todo atrás alegremente, sin remordimientos, embarcándome en aquel viaje.

El poco tiempo que me dejaba libre mi trabajo en la granja, lo dedicaba a leer casi con desesperación todo lo que conseguía que el servicio postal acercara hasta mi buzón. Nunca se me pasó por la cabeza el empezar siquiera un diario. ¿Para qué?. Vivía mi vida a través de lo que me contaban aquellas palabras impresas, y el olor de las páginas me embriagaba más que el de la colonia de las chicas con las que me cruzaba cuando iba al pueblo. Las miraba y me parecían vulgares. Mis libros me habían enseñado que odio la vulgaridad, así que pasaba lejos de ellos el menor tiempo posible, porque todo lo de fuera era plano y bicolor comparado con lo que ellos me hacían sentir. Paladeaba las palabras, las saboreaba, las masticaba, las hacía mías guardándolas en las tripas para poder rumiarlas cuando no pudiera pasear mis ojos por ellas. Sólo existían sus mundos.

Aquella mañana de sábado hacía frío. Iba hacia el establo cuando escuché tras de mí por el camino el inconfundible sonido de la bicicleta del cartero esquivando las piedras y los baches. Me paré junto al buzón. Sin apenas frenar me lanzó el paquete. Un escalofrío precursor, que nada tenía que ver con la madrugada, me recorrió de arriba abajo cuando lo atrapé en el aire. Lo agarré con fuerza resistiéndome a abrirlo todavía y me fui cabizbajo a trabajar. Pero no aguanté mucho: entre faena y faena no tuve más remedio que romper el envoltorio. Leí a toda prisa el primer capítulo, pues no podía leer sólo un párrafo, una página,… aún capítulo entero me parecía poco. Si mi realidad ya me parecía pequeña, ahora se había convertido en insignificante. No veía el momento de acabar, de esconderme en algún rincón del granero o de la casa, de apurar aquellas páginas exprimiéndolas del todo. La Maga, París. Podía verla, tocarla, pasear con ella.

Todavía no era mediodía cuando terminé. Nunca había trabajado tan rápido. Recostado sobre la paja junto a uno de los ventanos me puse a devorar la historia con ansia. Las hojas bailaban entre mis manos. Iba de adelante atrás sin orden, releyendo partes anárquicamente. Llegué al capítulo 7:

“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, …”

Las tripas se me movieron como nunca se me habían movido, se me fue el apetito, me temblaban las manos, me sudaban los pies. Pensaba que era lo más intenso que había sentido en toda mi vida, hasta que llegué al capítulo 68:

“Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes”.

Permanecí semiinconsciente varias horas. Lo había releído hasta que los ojos se me hincharon tanto que no veía tan apenas. Aquella misma noche decidí que quería escribir. Había leído mucho, así que seguro, sin la menor duda, era capaz de hacerlo tan bien como casi cualquiera de los escritores que habían caído en mis manos, además de conseguir hacer algo que nadie hubiese hecho nunca antes. Pero necesitaba una idea, inspiración, algo original.

Primero terminé de leer la novela. Aquellas jitanjáforas (palabras inventadas) describiendo lo que yo imaginaba que describían me tenían totalmente sumido en la depresión, pues me habían puesto de frente a la gran decepción que era todo lo que me rodeaba, así que no lo pensé demasiado. Creo que no le di sino un par de vueltas a la idea tras cerrar el libro. Necesitaba a las musas. Ya sabía quienes eran. Ahora tenía que encontrarlas para que me inspiraran. Así que ante la horrorizada mirada de mis pobres padres, dejé de trabajar en la granja. Me pasaba horas vagando por los cauces de los dos ríos que había cerca, esperando ingenuamente toparme con ellas. Pasaron semanas sin conseguir ver a ninguna, a ninguna de las nueve. Yo la que quería encontrar era Calíope por supuesto, pero suponía que no estaba en condición de elegir. “Tienes que ser paciente”, me decía, “unas diosas, hijas de Zeus nada menos, no van a aparecer sólo porque a un simple granjero le apetezca ahora ponerse a escribir”. Pero mis padres no tienen tanta paciencia como yo, y una noche al llegar a casa después de pasarme todo el día sentado bajo un árbol, me abroncaron: o empezaba a trabajar otra vez en la granja o ya podía ir pensando en alguna solución aceptable porque no iban a alimentar a un vago. No me quedó más opción, a grandes males grandes remedios. Tenía que encontrarlas enseguida. Iría a buscarlas a donde vivían, me haría notar, les mostraría la magnitud de mi necesidad de ellas, las convencería. Con la complicidad de la noche salí por la cancela de atrás con la bici en la mano, vestido de domingo, todos mis ahorros en el bolsillo, el libro envuelto en la ropa interior, y una mochila deshilachada en la que había escrito: “Shakespeare nunca lo hizo”. Seguro que Bukowski no se iba a enfadar por plagiarle.

Comenzó mi viaje. Transcurrió como en un sueño hasta que llegué al pie del Olimpo, donde nacieron. Las busqué incluso bajo las piedras, hasta que conseguí enterarme de que vivían en otra parte. Me fui hacia el Este, como me habían indicado, dudando mucho que estuvieran por allí, entre ruinas, entre derruidos templos, bailando solas entre las sombras de una ciudad muerta. Cualquier otro lugar de aquella región me parecía mejor para ellas. Durante un mes entero anduve dando tumbos, subiendo a la montaña, bajando de ella, entrando en cualquier sitio en el que sonara música, cruzando a nado los ríos. La gente empezaba a mirarme mal, así que volví a preguntar y me mandaron más hacia el Este todavía, hacia el mar. Subí a la muralla del pueblo nada más llegar, y nada más llegar sentí que la suerte me iba a sonreír. Si no me sonreía iba a tener que improvisar, porque se me acababa el dinero. Estuve mirando la llanura sembrada de olivos hasta que empezó a oscurecer. Si cerraba los ojos casi podía oler el salitre en la lejanía. Mis sentidos se agudizaron por un momento, y escuché música. Escuché voces de mujeres, allí en alguna parte, en alguna de las calles que había a mis pies. No tardé en encontrar el sitio. Era un simple bar, pero allí estaban, las nueve, bebiendo, cantando, riendo, haciendo una fiesta. Quise asegurarme, aunque evidentemente eran ellas. “Claro que somos tus musas, cielo, invítanos a una copa”, me dijeron riendo. Fue una noche increíble. Talía jugaba a imitar a los demás. Su risa seguro que podía escucharse a calles de distancia. Clio y Urania, las más serias, no dejaban de cuchichear entre ellas. Fueron muy buenas conmigo, no dejaban que mi copa quedara vacía. Yo no tenía ojos más que para Calíope, pero eso no parecía importarles a las demás. La única que pareció molestarse un poco fue Terpsícore, que no hacía más que decirme que bailara con ella. A la mañana siguiente tenía una resaca espantosa, los bolsillos vacíos y la seguridad de que la noche pasada con ellas habría dejado más de una semilla en mí. No iba a escribir un libro sino muchos libros. Seguro que ninguno de mis escritores se había ido de juerga con las musas.

Decidí quedarme hasta conseguir el dinero suficiente para volver a casa. Empecé a trabajar en el campo, con un cuaderno escondido bajo la camisa por si acaso. Pasaron tres días y no noté ningún cambio especial. Empecé a pensar que me habían gastado una broma, o que me habían castigado a su manera por irrumpir en su fiesta. Decidí volver al bar aquella misma noche. Ni rastro. Sólo borrachos tristes en una barra cubierta de vasos de vino. Evidentemente era un castigo. ¿Qué podía hacer ahora? Sólo una cosa: volver a casa con el rabo entre las piernas y esperar a que ellas decidieran que yo valía la pena. Me arriesgaba a que no lo decidieran nunca, pero en casa estaban mis libros. Seguiría buscándolas en mis ratos libres junto a los ríos, no perdería la esperanza porque me conocían, porque sabían de mi deseo.

Hace dos semanas, en el periódico del domingo, venía una cita que me hizo recapacitar. “La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando”- Pablo Picasso. Lo cierto es que había ido tras la inspiración, pero nunca me había puesto a trabajar. Así que aquí estoy, frente a mi página en blanco. Empecé a buscar a las musas por culpa de “Rayuela” y he dejado de buscarlas gracias a Picasso, aunque todavía dude a ratos de si ha sido buena idea, pues no consigo sino emborronar papeles.

JITANJÁFORA

Antes de verano hubo un programa especial de "La enredadera" de Radio Topo (101.8 de la FM) en la Plaza de la Magdalena. Y a mí me entró en el gusanillo. Rodeada como estoy de gente creativa, de gente curiosa y maravillosa, algunos de los cuales también hacen sus pinitos en las ondas radiofónicas, me dieron envidia y hablé con Nacho para ver si me dejaba leer mis cuentos en antena, y ¡me propuso tener un espacio propio!. Así que a la vuelta de vacaciones... nervios, sudores, miedo escénico... pero a finales de Octubre empecé con mi sección quincenal. Primero había que buscar un nombre... Jitanjáfora lo hemos llamado, pero se me ocurrieron varios.

"Jitanjáfora"

Os cuento:  una jitanjáfora es un enunciado lingüístico constituido por palabras o expresiones que en su mayor parte son inventadas y carecen de significado en sí mismas. En una obra literaria, su función poética radica en sus valores fónicos, que cobran sentido debido a que hacen llamadas a la imaginación y las emociones del lector.

Otras opciones que se me pasaron por la cabeza:

"Peter Pan vuela con cuerdas" (haciendo alusión a la suspensión de la incredulidad en los cuentos)

"Por el rabillo del ojo" (haciendo alusión al trabajo del escritor de saber observar y detectar una historia en cualquier parte, y a que un cuento surge muchas veces de algo vislumbrado por el rabillo del ojo, algo que nos hace mirar y nos despierta la imaginación)

"Shakespeare nunca lo dijo" (esta es un plagio del título de un libro de Bukowski, aunque el título original es "Shakespeare nunca lo hizo")

Me decidí por Jitanjáfora. La culpa la ha tenido el Capítulo 68 de la novela Rayuela de Cortázar.

Iré colgando los programas aquí para que todos los que queráis podáis escucharlos y leerlos.

viernes, 19 de noviembre de 2010

CUATRO PÁJAROS DE UN TIRO


¿Conocéis el Principado de Seborga?
Para entender el microrelato que os muestro a continuación deberéis antes investigar un poco, porque sino no váis a entender nada. 

Desde que abrí la floristería quise comer un plato de conejo picante con aceitunas. Así que, cuando se me acabó el paquete de cigarrillos, decidí matar dos pájaros de un tiro: me fui a comprar tabaco al estanco del Principado de Seborga.
Con el bolso repleto de justificantes de compra de las flores más raras que pude encontrar y el tabaco en la mano pensé: “sería buena idea tomar algo para hacer tiempo hasta la hora de la comida”. La señora Morelli limpiaba la barra del bar San Bernardo. Encendí un cigarrillo mientras me servía. Entraron quince cuervos negros vestidos de negro, serios, pulcros, fumando puros. Todo el mundo fuma en Seborga. Me asfixiaba con tanto humo a pesar de ser fumadora. Mi Luigino no servía sino de souvenir, así que pagué el vino con liras y me dirigí a la Taverna Templar, a disfrutar del “Conejo a la Seborgina”.
Cuando regresé a mi floristería, había matado cuatro pájaros de un tiro: tabaco, flores, conejo picante y lo mejor: una foto que saldría al día siguiente en la Gazzeta encendiendo el enorme cigarro del Príncipe Carbone.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

TUMBA DE HIELO


Leí la noticia de que una señora había conseguido salvar a un excursionista gracias a una webcam...

El escalofrío que siente al pasar frente a la nevera de los yogures, en el supermercado, le hace echar de menos el hielo. Le vienen a la mente las imágenes de la playa, donde se confundían el blanco de la tierra con el del agua y el del cielo. Añora el frío intenso que azotaba su cara cuando paseaba cubierta con un abrigo demasiado grande que había sido de su padre.
Conduce hasta casa sumida en los recuerdos. Desearía estar en el sendero helado, caminar por el acantilado, quedarse mirando el horizonte hasta que el sol se haya puesto. Cuando llega, deja las bolsas de la compra sobre la mesa de la cocina. Se sienta en el taburete viejo, su preferido a pesar de tener el asiento roto, el único que resiste de todos los muebles que compró al instalarse aquí. Está frente a la ventana, que abierta deja pasar las últimas luces. Busca en el bolso el paquete de tabaco, enciende un cigarrillo y lo consume despacio, sin quitar la vista de los juegos que las nubes tienen con los colores del atardecer. Hace casi una eternidad desde que se marchó, vino a parar al borde de un mar que no es el suyo. Allí también estará anocheciendo. Quizás algún intrépido se haya aventurado con su cámara en busca de una buena imagen. Muchos se acercan hasta el borde de las rocas, arriesgándose a una tumba de hielo.
Recoge la compra. Abre una botella de vino. Sale fuera a sentarse junto al agua. El olor a sal, el humo del cigarrillo y la bruma del alcohol le ayudan a soñar. Entorna los ojos para ver mejor. El intrépido fotógrafo estará ahora aparcando su coche en la explanada, junto al edificio del viejo ferrocarril para protegerlo del viento. Tendrá que ir caminando hasta la playa, cargado con su pequeña mochila donde llevará la cámara y los objetivos. Es un trayecto largo, difícil, sembrado de resbaladizas trampas, pero él está en forma: no tiene miedo. Tampoco tiene mucho tiempo antes de que anochezca por completo. Conforme se acerque quedará atrapado por la belleza del cielo que lo hará sentirse pequeño. Orgulloso de las imágenes que estará consiguiendo atrapar, poco a poco se alejará, en dirección a las rocas. ¿Se atreverá a aventurarse en una ascensión? Seguro que sí. No puede perderse la visión del abismo. Seguro que es lo más cerca que estará nunca de ser un pequeño dios. No sabe que en estas fechas siempre nieva por las noches. Cuando llegue arriba comenzarán a caer los copos, despacio al principio, haciendo más hermoso aún si cabe el atardecer que pretende inmortalizar. No podrá renunciar a una última foto, una foto que le costará preparar más que cualquiera de las anteriores. El encuadre, la apertura del diafragma, la distancia focal… El equilibrio perfecto. Porque la foto ha de ser perfecta.
Eso será fatal, ya que entonces comenzará la tormenta: tendrá que luchar con el cruel temporal; cada vez menos luz; cada vez más frío. No conseguirá encontrar el camino de vuelta entre la nieve. Aterido caerá al suelo. Intentará arrastrarse en busca de un refugio. A punto de perder la consciencia recordará la pequeña linterna que lleva en la mochila. En un último intento desesperado la encenderá y dirigirá la luz hacia la playa con la esperanza de que alguien pueda verla.
Ha anochecido por completo. Apura la copa de vino de un trago, como queriendo exorcizar la imagen que acaba de crear. Mira la superficie negra del agua. Le gustaría saber qué esconde. Lo que esconde su mar sí que lo sabe. La añoranza casi duele físicamente después de haber soñado con él, así que decide no acostarse antes de verlo. Entra en casa, coge otro cigarrillo y va en busca de su ordenador. Lo enciende. Teclea el enlace con la cámara web que hay sobre el edificio del ferrocarril. Allí está. Allí está su playa. Tan blanca que casi no parece de noche. Está nevando con fuerza. Con los codos apoyados en la mesa se sujeta la cara y deja pasear sus ojos y su nostalgia por la imagen. Deja que las lágrimas resbalen tranquilas.
Entonces lo ve. Se frota los ojos incrédula. No puede ser. Seguro que es culpa de su atolondrada cabeza que se deja llevar por la imaginación de nuevo. ¡Otra vez! Se levanta nerviosa de la silla. Camina a pasos rápidos de un lado a otro de la habitación. Es imposible. O puede que no. Vuelve a sentarse, esta vez completamente rígida, con la mirada fija en un punto de la pantalla. Al verlo por tercera vez sale corriendo en busca del teléfono. Allí sobre al acantilado alguien está haciendo señales con una linterna.

martes, 16 de noviembre de 2010

CREO QUE PODRÍA QUERERTE SIEMPRE


Dedicado a mis abuelos.

El viejo se levanta despacio de la cama con los ojos sonrientes. Siente, por primera vez desde hace mucho tiempo, el corazón caliente. El último aliento del sueño le ha dicho: “creo que podría quererte siempre”, quedándose con él, e incluso acompañándolo durante su ritual despertar. El sol apenas asoma entre los dos picos que la ventana enmarca. Al mirar por ella, el cielo se parece tanto a una fruta madura que le nacen ganas de salir fuera a atrapar la brisa. Abre la puerta, con los ojos en el horizonte, con la mano sobre la frente para que la luz no le haga achicarlos. Aún quedan días de frío, pero ya las primeras flores han comenzado a salir.
Mientras acompaña el ascenso del sol, con la taza de té en la mano y la mirada vagabunda, empieza a cobrar fuerza la idea de que tiene que ir a verla. Sencillamente porque quiere verla. Le llevará unas margaritas, que son las flores que más le gustan.
Se entretiene un buen rato en buscar las más grandes, las más bonitas. Cuando los riñones le recuerdan que ya no está para andar agachado entre las hierbas tanto tiempo, se sienta en la silla del porche a descansar con las flores cosechadas en la mano. Piensa que podrían estropearse por el camino, así que ocupa el tiempo que le cuesta recuperarse en protegerlas con unos papeles atados con pitas. Ya no puede ver el sol, pero sabe que está alto. Espera a que empiece a descender para comenzar a caminar ladera abajo, alejándose de la cabaña. Deja la puerta abierta, como siempre: alguien podría necesitar refugio esta noche.
Su caminar es lento, tranquilo. No así sus recuerdos. Se atropellan, se entremezclan, forman jirones de bruma que tratan de ocultar las cosas que decidió olvidar, aunque sin mucho éxito. Sin embargo, ya no le duelen como antes. No tiene prisa. Hay tiempo suficiente para ponerlos en orden. “¿Cuánto tiempo hace?”, piensa. Da lo mismo. Ella sigue teniendo los mismos ojos, la misma mirada intensa.
Igual que aquella noche.
No ha de hacer esfuerzos por ese recuerdo, pues todavía lo mira como queriendo arrancarle el alma mientras le regala la suya, cada vez. Por eso no puede evitar acercarse a buscar su calor todo lo a menudo que le permiten las obligaciones y la salud. A pesar de los años.
Aquella noche la tiene grabada a fuego. Aún es capaz de oler la chamusquina en el aire, verse entre los campos de maíz, sentir el miedo helar su sangre con cada disparo, con cada grito en el que reconoció su nombre. “¡No pares! ¡No te caigas!”, se decía a sí mismo. Corría como alma que lleva el diablo, delante de los que hasta hacía muy poco habían sido amigos suyos. Esquivaba por instinto las balas. Mientras, aguantaba las lágrimas de rabia a duras penas, con el cuerpo magullado, el estómago vacío. Intentaba sacar fuerzas de donde podía. Cuando consiguió despistarlos, volvió sobre sus pasos a un granero que había vislumbrado con el rabillo del ojo junto al canal. Agotado como estaba casi se quedó dormido entre la paja. No tardaron mucho en acercarse, enfadados, sin parar de vomitar juramentos e insultos. De pronto se quedaron casi en silencio. El sonido de los goznes mal engrasados de la puerta del caserón se impuso sobre sus gritos. Pudo escuchar una voz de mujer que hablaba con ellos. La conocían y la respetaban. Se notaba en la forma que tenían de dirigirse a ella, ya que nadie volvió a elevar el tono. Les ofreció vino y pan con manteca mientras lo registraban todo. Aún se pregunta cómo no lo encontraron. Está seguro de que intervino algo más que la suerte, pero poco importa ya. Se marcharon, pero al poco rato esa voz, la voz de ella, que intentaba no mostrar signos de miedo, gritó: “¿Quién anda ahí? Sé perfectamente que has entrado aquí”.
Se enamoró nada más verla. Parada en la puerta entreabierta, con un fusil torpemente aferrado, a contraluz del fuego que arrasaba los campos en su busca, le hizo sentirse niño de pronto. Y otro fuego muy distinto casi hizo arder el granero. El fuego que salió de él, alimentado por la mirada de ella cuando se acercó a curarle las heridas. Ninguno de los dos dijo nada. Él sólo podía bajar la vista. Se olvidó de todo lo que acababa de suceder, dejándose envolver por el olor a canela y jazmines. Los cuerpos se invadieron. Quedaron los maderos desvencijados de tanto crujir.
Estuvo más de un mes escondido. Ella lo cuidaba, lo alimentaba. Juntos hicieron un agujero bajo el nido de la clueca, donde se metía en los registros, cada vez menos frecuentes. Ocupaba el día en hacer los trabajos que no requerían salir al exterior, en espiar por los agujeros, en atisbar entre las grietas. Tallaba desde animales hasta flautas en las maderas que encontraba. Se los metía en los bolsillos del delantal mientras jugaba a perseguirla o cuando no se daba cuenta. Por las noches, ella le enseñaba a leer, le contaba historias de países lejanos, le mostraba dibujos de mundos imposibles. Cada mañana, al despertar, allí estaba su cuerpo. Allí estaban esos ojos que le cauterizaban las heridas. Cada mañana, al despertar, ella le susurraba: “creo que podría quererte siempre”. Él se pellizcaba, porque aquello sólo podía ser un sueño.
Después llegaron los miedos, las añoranzas, las rutinas que le dejaban suficiente espacio en la mente para pensar. Era demasiado tiempo encerrado entre cuatro paredes para quien había perdido la costumbre de la paciencia. El momento del sueño, confiado el subconsciente tras la felicidad del cuerpo, le dio la oportunidad a un papel arrugado y sucio, escrito con mano temblorosa en la incipiente luz de la madrugada, de prometer su regreso lo antes posible.
Lo atraparon a mediodía, magullado, medio ahogado entre los juncos de una charca. Los sentidos se le habían atrofiado en la suave corriente que compartía con ella, dejándolo expuesto, no sólo a sus enemigos, sino también a su propia humanidad. Le dieron a elegir: eligió traicionarla para sobrevivir. Mientras la detenían no dejaba de buscar en ella una señal de odio, pues él se odiaba por haberle hecho algo así. Pero permaneció altiva e inexpresiva, sin oponer resistencia. Una lágrima asomó a sus ojos el único instante en que dirigió la mirada hacia él, queriendo arrancarle el alma al tiempo que le regalaba la suya. Ese “te perdono, lo entiendo todo” expresado sin palabras, hizo que se sintiera peor todavía, como si le arrancaran un pedazo.
El viejo llega al pueblo cuando ya casi se ha puesto el sol. Ella está en la puerta, esperándole, oliendo a canela y jazmines. De alguna forma ha sabido que venía. Lo sigue con la mirada mientras se acerca. Cuando llega a los escalones, alarga la mano para coger sus margaritas. Las huele mientras él amedrenta el aire que queda entre ellos. Se funden en un abrazo largo, un abrazo con todo el cuerpo, un beso que los hace temblar como la primera vez. El tiempo se para: es niño de nuevo. Mientras atraviesan la puerta ella dice: “creo que podría quererte siempre”.
Y el viejo, sonriendo, se pellizca.