Ilustración de Eduardo Estrada
No había nadie. Sólo estaba ella, sentada en la mesa del fondo, el pelo recogido en un abultado moño, haciéndola parecer mayor, la mirada fija en las páginas de un libro antiguo. El sol entraba por la ventana que había a su espalda, y arrancaba reflejos cobrizos de su pelo, esparciéndolos por los lomos de los libros que atestaban las infinitas estanterías de la biblioteca. Lo miró, ahí parado en la puerta, sin atreverse a ensuciar el suelo con el barro de sus botas. Había venido corriendo desde la obra, estaba sin aliento, no conocía las palabras adecuadas y aquel silencio le intimidaba. Se acercó a él sin apenas mover el aire y le preguntó sin hablar. Se lo dijo casi con brusquedad, con prisas, pero la expresión en su cara no cambió. Señalándole la silla más cercana con la mano extendida y los ojos le pidió que se sentara, que la esperase. No podía cerrar la biblioteca sin más. Ya no faltaba mucho para la hora. Se dirigió despacio a la mesa del fondo de nuevo, se sentó en el mismo lugar en el que estaba antes de que la interrumpiera, cerró el libro, puso las manos sobre él y clavó la vista en un punto indeterminado de la estantería de historia. No podía dejar de mirarla mientras estrujaba la gorra bajo la mesa. Procuraba que no le temblaran las piernas, pero no podía evitarlo, y cada poco rato tenía que poner las manos sobre las rodillas para frenarlas. Por fin se escuchó a lo lejos el reloj del Ayuntamiento. Uno, dos, tres, hasta ocho. Cuando terminó de alejarse el eco de la última campanada, se levantó, dejó el libro en su sitio, bajó las persianas, comprobó dos veces que todas las ventanas estuvieran bien cerradas, apagó la calefacción, se puso el abrigo, revisó el bolso, comprobó que había apagado la calefacción, y le dijo que ya podían irse. Mientras giraba la llave en la cerradura, sin apartar la vista de ella, y sin cambiar la expresión de su cara, le preguntó: Y ¿cómo dices que ha muerto mi marido?.
APOLONIA
2 comentarios:
Tanta frialdad, produce escalofríos.Mas propio de culturas del norte de Europa, en nuestra España cañí, incluido nuestro insolidario norte, el llanto desgarrado sería estruendoso...salvo que...pero eso es otra historia.
Ni tanto ni tan calvo, desde luego. Esta señora hace gala de una inmutabilidad aterradora, pero la exageración del plañiderismo también me parece aterradora. No soy mujer de excesos ni de extremos, pero haberlos los hay... y como decía un sabio señor de larga barba: lo que más temo en este mundo, es la estupidez humana.
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