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Después de hacernos fotos sobre las tumbas más consagradas de Montmartre, esquivando a duras penas al guarda, descubrimos un pequeño café. Los asientos eran de un cine, hechos para gente pequeña. El vino sabía a pimienta y madera. Bailamos y cantamos a Edith Piaf: su “padam padam”. Nada importante, salvo que mi risa nunca había sido tan sincera.
APOLONIA
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