"El beso" de Gustav Klimt
El camión por fin se metió al carril de la derecha. Le había costado más de diez minutos pasar al otro camión. Lo adelantó y dejó que la pasaran todos. Se había creado una buena fila de coches. Muchos conductores, nerviosos, aceleraron de forma brusca. Ella se limitó a subir la música y mirar al frente. Ya quedaba poco para el desvío.
El desayuno le bailaba en el estómago. Se lo notaba revuelto. Sólo se había tomado una taza de té negro, como todas las mañanas. En la oficina desayunaría mejor. Otro té y algo de comer. Había pasado mala noche. Tuvieron discusión antes de acostarse. Una nadería, como siempre. Pero a ella, fuera por lo que fuera, siempre le quedaba un rastro de bilis. A las cuatro de la mañana ya estaba despierta, con los ojos abiertos, sin poder dejar de mirar los dígitos rojos del despertador, y sin moverse por no despertarlo a él. Le dolía la cintura de tener todo el peso de su brazo sobre ella. Al final había conseguido, poco a poco, escaparse de la presión, y se había levantado, demasiado temprano. Había mirado por la ventana como se aclaraba el patio interior. Se veían algunas luces en el edificio de enfrente. Conforme pasaban los minutos se encendían más. Cuando escuchó como se levantaban sus vecinos de arriba, decidió meterse a la ducha.
Otro camión. Pero le faltaba muy poco para el desvío esta vez, así que no lo iba a adelantar. ¿Para qué? Llegaba pronto, como todos los días. Al entrar en el carril de desaceleración se vio a sí misma, de pie en la cocina. Se puso de nuevo a verter el agua caliente en su taza. Estaba vieja esa taza, como todas las demás. Ya sólo podía verse media cabeza de Marilyn, y los colores estaban descoloridos. Habían llegado más tazas después, pero siempre usaban las mismas: ella la de Marilyn y él la de las jirafas sin cabeza.
En el trabajo se puso otro té. Esta vez un té verde. Nunca tomaba café. Lo había dejado en el primer año de universidad, cuando se conocieron. Su taza favorita humeaba sobre la mesa. Su taza favorita por llevar impresa una reproducción de “El beso” de Gustav Klimt. La cogió con las dos manos, para calentárselas. Hacía frío a primera hora en la oficina. Al poco le entró un mensaje de correo. Él le pedía perdón por lo de la noche anterior. Lo perdonó, por supuesto. Ni siquiera estaba enfadada. Sólo le dolía la cabeza por la falta de sueño, así que decidió hacerse otro té. Esta vez uno negro con canela. Pero primero tenía que lavar la taza y la bolita metálica para que no se mezclaran los sabores. Al ir a entrar en el baño se desprendió el asa de la taza y se estrelló contra el suelo rompiéndose en mil pedazos. Una compañera vino a ayudarla a recoger. Le dijo que era una pena, su taza favorita, una pena. Y ella le contestó sonriendo, que no era importante, que sólo era una taza.
Por la tarde al llegar a casa el fregadero estaba lleno de vajilla sucia. Se puso a fregarla. Y cuando terminó, se puso a lavar todas las tazas. Las dejó para que se secaran sobre un paño de cocina en la encimera. Él no había llegado todavía. Hoy saldría tarde del trabajo y al salir tenía algo que hacer para alguna de las mil historias en las que estaba metido. Encendió un cigarrillo. Miraba las tazas secarse. Demasiadas tazas, demasiado chillonas, demasiado estridentes. Actores, actrices, escenas de películas, personajes de dibujos animados. Abrió el grifo para apagar el cigarro, tiró la colilla al cubo de la basura y, una por una, rompió todas las tazas contra el suelo. Sin rabia. Sólo las cogía y las dejaba caer. La vecina de abajo subió a ver qué pasaba. Le dijo que tranquila, que un mal día, que había necesitado romper algo. La vecina la entendía. Vaya si la entendía. Si necesitaba hablar sólo tenía que bajar.
Después de recoger el estropicio se fue de compras. Al volver él ya estaba en casa.
—¿Qué ha pasado con las tazas?
—Las he roto. Me cansaba de verlas. Ya no somos unos críos para andar con el té en unas tazas tan infantiles.
—Pensaba que ibas a decir que “se habían roto”, no que “las habías roto”
—¿Acaso tienes ganas de discutir otra vez?
—No, ni de lejos.
—Esta bien. He comprado tazas nuevas.
Sacó casi una docena de tazas, todas de colores suaves, y con algún detalle delicado, minimalista.
—¿Te gustan?
—Me gustaba mi taza de jirafas descabezadas.
—Esa no la he roto.
Abrió el armario de arriba del todo, sacó la taza y se la dio.
—¿Qué te apetece para cenar? He comprado algo de pescado.
—Lo que quieras, como siempre.
Al día siguiente, camino del trabajo, iba contenta. Tranquila, a su marcha, apenas veía ni oía a los otros coches. Sólo veía las nubes, y de vez en cuando echaba una ojeada al asiento del copiloto. Allí, envuelta en papel de regalo, con una pegatina donde ponía “porque te lo mereces”, estaba su taza favorita, con una reproducción impresa de “el beso” de Gustav Klimt.
APOLONIA
6 comentarios:
"Sacó media docena de tazas..."
¿Quién sacó la media docena de tazas?
Me quedo sin saberlo. Siguiendo la historia pensaba que las habías sacado tú.
Me gustan tus cuentos.
¿Cómo que te quedas sin saberlo Grupo de Chiflados? Las sacó ella. Ella había roto las viejas, ella fue a comprar las nuevas y las sacó de la bolsa de la compra para enseñárselas a él.
Me alegro de que te gusten mis cuentos. A mí también me gustan los tuyos. :)
Besiños!
Yo también hubiese roto todas las tazas. La de las jirafas también. Je, Je es que soy muy mala. Y mejor romper oda la baraja.
Besos mil
jajajajajajaja
ainss Pilar, no eres mala ni de casualidad, no me lo creo, jajajajajaja. Y además, lo cierto es que yo también habría roto todas las tazas, jejejejeje. Un super besazo!!
me gusta mucho
"Desoués de recoger el estropicio se fue de compras. Al volver él ya estaba en casa"
Creo que falta una coma y según donde la pongas sabremos quién volvió primero.
"Al volver él, ya estaba en casa"
(volvió ella primero)
"Al volver, él ya estaba en casa"
(volvió él primero)
Al leerlo deprisa, esto es lo que me confundió un poco con lo de las tazas.
Perdona que me fije tanto, pero resulta que leo este cuento muchas veces. ¿Me gusta tánto?
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