El DECIMONOVENO programa.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
DADLE AL PLAY:
Mi amigo E. Dédalo, escribió un texto maravilloso, autobiográfico, que entre otros protagonistas, contaba con "El jinete Polaco", libro, también bastante autobiográfico, de Antonio Muñoz Molina, escritor español, uno de los más importantes de nuestros tiempos en lengua española diría yo. De fondo, como pequeño homenaje a este escritor que tantos momentos mágicos me ha regalado, la música de Thelonious Monk.
CUENTO
(Música de fondo La mer de Debussy )
A MI MEJOR DESCONOCIDO
POR E. DÉDALO
Me tropecé con Antonio Muñoz Molina hace 15 años, no sé decir si fue por casualidad , ya que encontré sobre la mesilla de la habitación de mis padres “El jinete polaco” cuando buscaba en una casa vacía, en un hogar recién arrasado por la muerte de ambos, algo que me hablase de ellos, que me permitiese seguir sintiéndolos cerca. En menos de un mes y medio, mis hermanos pequeños y yo perdimos a nuestros padres, nos quedamos solos, nuestra vida, hasta entonces agradable, segura, confortable y llena de cariño, dejó de existir. Dejamos la casa, nos trasladamos a vivir con nuestra abuela paterna y una de sus hermanas, y con estas dos heroicas ancianas, entonces convertidas de nuevo en madres de tres chicos de 18, 14 y 9 años, comenzamos a dar los primeros pasos vacilantes, desorientados, arrasados por el dolor, en una nueva vida, totalmente distinta a la que conocimos hasta entonces, llena de pena, de silencio y de una luz mortecina. Es casi imposible describir la intensidad y la angustia que sentía ante un futuro que por primera vez estaba plagado de interrogantes. En estado de shock, descubrí que me había hecho adulto. Mis padres no podrían ayudarme nunca más, no podría volver a hablar con ellos, estaba sólo, y el peso de la responsabilidad de la vida de mis hermanos, ahora a mi cargo, era tal que durante mucho tiempo no fui capaz de tomar una decisión, por simple que esta fuera, sin sentir la ansiedad y el vértigo de caminar al borde del abismo, aterrorizado ante la posibilidad de equivocar su camino, de terminar de demoler el resto de sus vidas.
Necesitaba a mis padres, necesitaba encontrarlos de alguna forma, sentir que yo había guardado parte de su fuerza, de su capacidad, que había una conexión entre mi vida en una familia que me había hecho sentir especial, seguro, que me había dado firmeza de carácter, en la que me sentía querido, valorado, rodeado de personas similares a mí, que me regaló el privilegio de apreciar el conocimiento, que me descubrió la literatura y en la que aprendía soñar, y más tarde a ser libre, honesto, persona, y el chaval muerto de miedo incapaz de dar un paso, inseguro, pusilánime, perdido, convencido de ser un impostor incapaz de hacer nada por los suyos, desquiciado por la incomprensión de unas personas a las que apenas conocía más allá de los lazos de sangre, tan distintas en todo a nosotros, tan recelosas de mi carácter, con una visión de la vida que poco o nada (pensaba entonces) tenía que ver con la mía, y que tantos problemas causaba.
Con esta necesidad llenándome el pecho caminaba hasta mi casa, abría la puerta aterrado y franqueaba el umbral. La casa respondía al golpe seco y fuerte de la gran puerta de madera al cerrar con un silencio ensordecedor y una oscuridad fría impregnada ya del olor húmedo del pasado, que enrarecía los todavía familiares aromas que parecían haber quedado atrapados, detenidos en el tiempo. Lloraba, sentía rabia, y buscaba frenéticamente algo que me los trajese de vuelta, algo que me permitiese hablar con ellos por última vez, que me dijese que sí, que podía, que ellos estaban allí. A pesar de mi nada espiritual interior, a pesar de mi ateísmo y mi inexistente fe en el más allá, deseaba que ocurriese el milagro, que por una vez, algo sucediese. Rebuscaba en los cajones, miraba álbumes de fotos, olía la ropa de los armarios, que acariciaba para sentir el tacto familiar de un abrigo o una camisa, tan diferentes ahora, tan fríos, vacíos, pero suyos, todavía suyos.
De alguna forma, ese milagro ocurrió cuando encontré “El jinete polaco” sobre la mesilla del dormitorio de mis padres. Las gafas de mi padre descansaban encima de la portada. Lo abrí con reverencia y observé otro signo que me decía que mi madre había leído ese mismo libro: las esquinas de algunas hojas estaban dobladas allí donde había ido dejando la lectura. Marcada así en la segunda lectura, estaba la página número 29, el día en que mi padre había muerto. La última página que había leído.
Desde muy niño fui un lector ávido, animado por mis padres, con el tiempo la lectura, la literatura, se convirtió en una pasión para mí. Sin ser nada grandioso, mis padres se habían ido haciendo con una biblioteca razonablemente extensa elegida con bastante buen criterio, y aunque nosotros teníamos, digamos, una sección de libros de aventuras, de ejemplares del barco de vapor que se acumulaban cambiando la tonalidad a medida que íbamos creciendo, de cómics de Astérix, El Capitán trueno, mi curiosidad hizo que fuese bastante precoz a la hora de perderme en las páginas de todos aquellos libros, mi idilio con la literatura, a pesar de mis dieciocho años, era profundo. Nunca fui un deportista, nunca me interesó el fútbol o las motos. Fui, en ese sentido, un chaval rarete, freak, diríamos hoy, con una gran imaginación y más interés por Juan Ramón Jiménez, Bécquer, Julio Verne, Emilio Salgari, y cientos de autores cuyos nombres no recuerdo, que por lo que podría ser estándar en chicos como yo.
Aquel libro era algo místico. Aquel libro era mi linea de vida, mi charla compartida con ambos, el espacio en el que podría sentirlos cerca, cómplices, podría compartir aquella historia que ambos habían compartido. Mi padre, más dado a Machado y a Khalil Gibran, lo había abierto y se había sumergido en él porque mi madre se lo tuvo que sugerir, y eso se hace sólo con los libros que sabes que han tocado algo, que han cambiado algo. Sobre todo si piensas que puede ser el último, como de hecho lo fue.
En esta situación, comencé a leer el libro, y atónito, descubría al protagonista, al chaval que escucha rock que yo escuchaba y escucho, su deambular por las calles de Mágina, cuyo nombre, semejante a Ejea, el nombre de mi pueblo, tan parecido al mío. Ambos con el mismo nombre, igual que el de nuestros respectivos padres. Devoré el libro en los aviones en los que se movían los personajes, sintiéndome ellos, reviviendo el cosquilleo de lo desconocido, la maravillosa aventura que sentía que iba a ser el primer verano en que mis padres me enviaron a Estados Unidos a pasar el verano, en el momento en que por primera vez despegaba mis pies del suelo y volaba a otro país. La pasión por viajar, desde entonces, ha sido otra constante en mi vida, y como la literatura, no he dejado de hacerlo.
Leer “El jinete polaco” puedo decir que cambió mi vida, me produjo una huella que me unió definitivamente a la obra de Antonio Muñoz Molina, del que soy un gran admirador, o un gran amigo, aunque él no lo sepa. Aquel libro, de alguna manera, en aquel momento, me ayudó a encontrar el camino, a atisbar quién era, qué había aprendido, qué me habían enseñado mis padres, qué debía considerar importante y qué no, me descubrió que si yo era quien era, era porque ellos me lo habían enseñado, y no podría desligarme de ellos, o sentirme sólo, porque yo era ellos.
Sea como sea, todas las conexiones que aquel libro guardaba con mi vida, con el recuerdo de mis padres, las similitudes y las coincidencias que la historia de los protagonistas guardaban con mi vida, con lo que yo soñaba antes del huracán que arrasó nuestro hogar, con mi futuro, con mi pasado, cada una de las marcas de las páginas dobladas en la esquina superior, las gafas que guardé entonces en uno de los cajones de aquella mesilla y que ya no he sacado nunca, el lugar en el que apareció….casi con toda seguridad es el objeto que guardo de mayor valor.
Por eso, cuando he descubierto la página, he pensado que tenía que colgar esto, a pesar de que dudo que llegue a leerlo, porque tengo que darle las gracias y decirle que lo que hizo aquel libro por mí me marcó, decirle que me ha acompañado durante toda mi vida, que fue en un momento de caos la persona que a través de sus letras me concedió el pequeño milagro de abrir la puerta al más allá, de comunicarme una última vez con mis padres, y que sinceramente, lo considero un amigo.
Comencé a comunicarme con mis hermanos leyendo con ellos, compartiendo historias que nos gustaban, traduciendo canciones de rock, porque comprendí que cuando no sabes cómo decir algo, compartir una historia, un libro, un verso, puede facilitarte las cosas.
Ha pasado mucho tiempo, y a día de hoy puedo decir que tengo una familia maravillosa, que mis hermanos son buenas personas, que tienen vidas felices, que son libres, y parte de eso es mérito suyo.
Un saludo a todos, y muchas gracias por este espacio.
Y bueno, a Antonio Muñoz Molina, decirle que le debo una, y que aunque no sepa quién soy, aquí tiene un amigo. Gracias.
POR E. DÉDALO
Me tropecé con Antonio Muñoz Molina hace 15 años, no sé decir si fue por casualidad , ya que encontré sobre la mesilla de la habitación de mis padres “El jinete polaco” cuando buscaba en una casa vacía, en un hogar recién arrasado por la muerte de ambos, algo que me hablase de ellos, que me permitiese seguir sintiéndolos cerca. En menos de un mes y medio, mis hermanos pequeños y yo perdimos a nuestros padres, nos quedamos solos, nuestra vida, hasta entonces agradable, segura, confortable y llena de cariño, dejó de existir. Dejamos la casa, nos trasladamos a vivir con nuestra abuela paterna y una de sus hermanas, y con estas dos heroicas ancianas, entonces convertidas de nuevo en madres de tres chicos de 18, 14 y 9 años, comenzamos a dar los primeros pasos vacilantes, desorientados, arrasados por el dolor, en una nueva vida, totalmente distinta a la que conocimos hasta entonces, llena de pena, de silencio y de una luz mortecina. Es casi imposible describir la intensidad y la angustia que sentía ante un futuro que por primera vez estaba plagado de interrogantes. En estado de shock, descubrí que me había hecho adulto. Mis padres no podrían ayudarme nunca más, no podría volver a hablar con ellos, estaba sólo, y el peso de la responsabilidad de la vida de mis hermanos, ahora a mi cargo, era tal que durante mucho tiempo no fui capaz de tomar una decisión, por simple que esta fuera, sin sentir la ansiedad y el vértigo de caminar al borde del abismo, aterrorizado ante la posibilidad de equivocar su camino, de terminar de demoler el resto de sus vidas.
Necesitaba a mis padres, necesitaba encontrarlos de alguna forma, sentir que yo había guardado parte de su fuerza, de su capacidad, que había una conexión entre mi vida en una familia que me había hecho sentir especial, seguro, que me había dado firmeza de carácter, en la que me sentía querido, valorado, rodeado de personas similares a mí, que me regaló el privilegio de apreciar el conocimiento, que me descubrió la literatura y en la que aprendía soñar, y más tarde a ser libre, honesto, persona, y el chaval muerto de miedo incapaz de dar un paso, inseguro, pusilánime, perdido, convencido de ser un impostor incapaz de hacer nada por los suyos, desquiciado por la incomprensión de unas personas a las que apenas conocía más allá de los lazos de sangre, tan distintas en todo a nosotros, tan recelosas de mi carácter, con una visión de la vida que poco o nada (pensaba entonces) tenía que ver con la mía, y que tantos problemas causaba.
Con esta necesidad llenándome el pecho caminaba hasta mi casa, abría la puerta aterrado y franqueaba el umbral. La casa respondía al golpe seco y fuerte de la gran puerta de madera al cerrar con un silencio ensordecedor y una oscuridad fría impregnada ya del olor húmedo del pasado, que enrarecía los todavía familiares aromas que parecían haber quedado atrapados, detenidos en el tiempo. Lloraba, sentía rabia, y buscaba frenéticamente algo que me los trajese de vuelta, algo que me permitiese hablar con ellos por última vez, que me dijese que sí, que podía, que ellos estaban allí. A pesar de mi nada espiritual interior, a pesar de mi ateísmo y mi inexistente fe en el más allá, deseaba que ocurriese el milagro, que por una vez, algo sucediese. Rebuscaba en los cajones, miraba álbumes de fotos, olía la ropa de los armarios, que acariciaba para sentir el tacto familiar de un abrigo o una camisa, tan diferentes ahora, tan fríos, vacíos, pero suyos, todavía suyos.
De alguna forma, ese milagro ocurrió cuando encontré “El jinete polaco” sobre la mesilla del dormitorio de mis padres. Las gafas de mi padre descansaban encima de la portada. Lo abrí con reverencia y observé otro signo que me decía que mi madre había leído ese mismo libro: las esquinas de algunas hojas estaban dobladas allí donde había ido dejando la lectura. Marcada así en la segunda lectura, estaba la página número 29, el día en que mi padre había muerto. La última página que había leído.
Desde muy niño fui un lector ávido, animado por mis padres, con el tiempo la lectura, la literatura, se convirtió en una pasión para mí. Sin ser nada grandioso, mis padres se habían ido haciendo con una biblioteca razonablemente extensa elegida con bastante buen criterio, y aunque nosotros teníamos, digamos, una sección de libros de aventuras, de ejemplares del barco de vapor que se acumulaban cambiando la tonalidad a medida que íbamos creciendo, de cómics de Astérix, El Capitán trueno, mi curiosidad hizo que fuese bastante precoz a la hora de perderme en las páginas de todos aquellos libros, mi idilio con la literatura, a pesar de mis dieciocho años, era profundo. Nunca fui un deportista, nunca me interesó el fútbol o las motos. Fui, en ese sentido, un chaval rarete, freak, diríamos hoy, con una gran imaginación y más interés por Juan Ramón Jiménez, Bécquer, Julio Verne, Emilio Salgari, y cientos de autores cuyos nombres no recuerdo, que por lo que podría ser estándar en chicos como yo.
Aquel libro era algo místico. Aquel libro era mi linea de vida, mi charla compartida con ambos, el espacio en el que podría sentirlos cerca, cómplices, podría compartir aquella historia que ambos habían compartido. Mi padre, más dado a Machado y a Khalil Gibran, lo había abierto y se había sumergido en él porque mi madre se lo tuvo que sugerir, y eso se hace sólo con los libros que sabes que han tocado algo, que han cambiado algo. Sobre todo si piensas que puede ser el último, como de hecho lo fue.
En esta situación, comencé a leer el libro, y atónito, descubría al protagonista, al chaval que escucha rock que yo escuchaba y escucho, su deambular por las calles de Mágina, cuyo nombre, semejante a Ejea, el nombre de mi pueblo, tan parecido al mío. Ambos con el mismo nombre, igual que el de nuestros respectivos padres. Devoré el libro en los aviones en los que se movían los personajes, sintiéndome ellos, reviviendo el cosquilleo de lo desconocido, la maravillosa aventura que sentía que iba a ser el primer verano en que mis padres me enviaron a Estados Unidos a pasar el verano, en el momento en que por primera vez despegaba mis pies del suelo y volaba a otro país. La pasión por viajar, desde entonces, ha sido otra constante en mi vida, y como la literatura, no he dejado de hacerlo.
Leer “El jinete polaco” puedo decir que cambió mi vida, me produjo una huella que me unió definitivamente a la obra de Antonio Muñoz Molina, del que soy un gran admirador, o un gran amigo, aunque él no lo sepa. Aquel libro, de alguna manera, en aquel momento, me ayudó a encontrar el camino, a atisbar quién era, qué había aprendido, qué me habían enseñado mis padres, qué debía considerar importante y qué no, me descubrió que si yo era quien era, era porque ellos me lo habían enseñado, y no podría desligarme de ellos, o sentirme sólo, porque yo era ellos.
Sea como sea, todas las conexiones que aquel libro guardaba con mi vida, con el recuerdo de mis padres, las similitudes y las coincidencias que la historia de los protagonistas guardaban con mi vida, con lo que yo soñaba antes del huracán que arrasó nuestro hogar, con mi futuro, con mi pasado, cada una de las marcas de las páginas dobladas en la esquina superior, las gafas que guardé entonces en uno de los cajones de aquella mesilla y que ya no he sacado nunca, el lugar en el que apareció….casi con toda seguridad es el objeto que guardo de mayor valor.
Por eso, cuando he descubierto la página, he pensado que tenía que colgar esto, a pesar de que dudo que llegue a leerlo, porque tengo que darle las gracias y decirle que lo que hizo aquel libro por mí me marcó, decirle que me ha acompañado durante toda mi vida, que fue en un momento de caos la persona que a través de sus letras me concedió el pequeño milagro de abrir la puerta al más allá, de comunicarme una última vez con mis padres, y que sinceramente, lo considero un amigo.
Comencé a comunicarme con mis hermanos leyendo con ellos, compartiendo historias que nos gustaban, traduciendo canciones de rock, porque comprendí que cuando no sabes cómo decir algo, compartir una historia, un libro, un verso, puede facilitarte las cosas.
Ha pasado mucho tiempo, y a día de hoy puedo decir que tengo una familia maravillosa, que mis hermanos son buenas personas, que tienen vidas felices, que son libres, y parte de eso es mérito suyo.
Un saludo a todos, y muchas gracias por este espacio.
Y bueno, a Antonio Muñoz Molina, decirle que le debo una, y que aunque no sepa quién soy, aquí tiene un amigo. Gracias.
Nos despedimos escuchando "Satin Doll" de Duke Ellington. ¡Feliz verano a todos!
¡Os espero en la próxima jitanjáfora!
APOLONIA
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